FILOSOFÍA Y USO DE LA RAZÓN
miércoles, 6 de agosto de 2014
CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN
Usar la razón y ser razonables, ésta es la cuestión. Pero ¿cómo? Este es
el problema. Nadie con dos dedos de frente pone en duda que el ser humano está
dotado de una facultad natural denominada inteligencia, intelecto o razón. Otra
cosa es saber en qué consiste esa facultad, cómo funciona o no funciona y por
qué. Tampoco se necesita ser linces para distinguir entre una persona adulta
razonable y otra insensata o irresponsable por no usar la razón, por usarla de
forma incorrecta o incluso perversa. Para este tipo de discernimientos no se
necesita haber realizado estudios especiales. Cuando en lenguaje coloquial, por
ejemplo, decimos que “esto tiene mal pelaje”, o que una persona tiene “mala
pinta” estamos expresando un juicio de valor por la vía del simple “barrunto” o
intuición muchas veces más certera que
por la vía del conocimiento formal. Sin embargo este olfato natural lo poseen
también a su modo e incluso más desarrollado muchos animales. Pero la
inteligencia humana va más lejos, y en el uso correcto, incorrecto o perverso
que hacemos de ella nos jugamos nuestra dignidad como personas y, como
consecuencia indirecta, nuestra felicidad.
La vida cotidiana es un
museo de escenas humanas en las que se reflejan de forma contundente los
efectos de la falta del uso adecuado de la razón. Sólo algunas escenas como
botón de muestra. Por ejemplo, nos encontramos contemplando el espectáculo que
tiene lugar en el patio interno de un colegio de niños. Es alucinante. Van y vienen,
corren como locos de un lado para otro detrás de la pelota y caen al suelo como
bolos, chocan frontalmente y se causan heridas, gritan, lloran y se pelean como
soldados enfurecidos en un campo de batalla. Pero no nos olvidemos de las
pandillas de adolescentes los fines de semana. Su exuberancia biológica salta a
la vista pero ahí está el problema. No hablan con normalidad sino que emiten
sonidos desarticulados cargados de pasión. Se dan de puñetazos y se patean
hasta que alguno se da por vencido. Observando a estas pandillas de
adolescentes fácilmente piensa uno en las luchas a muerte entre los carneros y
los sementales de vacas cuando alguna hembra en celo requiere sus servicios. Y
todo esto sin hablar de aquellos y aquellas que se dan a la bebida o a la
violencia callejera obedeciendo a consignas políticas o raciales. ¿Y qué decir
sobre el espectáculo de los acontecimientos deportivos y de los mítines
políticos? Tanto los fanáticos del deporte como de la política derivan
fácilmente hacia la irracionalidad de la violencia verbal y física cuando su
apasionamiento impide el uso normal y sereno de la razón.
Por otra parte, cuando
ya no encontramos calificativos para condenar un acto terrorista o de asesinato
entre parejas casadas o simplemente amontonadas, recurrimos a expresiones como:
“están locos”, o “han perdido la cabeza”. Es una forma fatalmente resignada de
reconocer que ha fallado el uso de la razón y se ha desatado una tormenta de
pasión y violencia fuera de todo control humano. Es obvio que en estos casos y
tantos otros similares ni los niños, ni los adolescentes ni los adultos usan la
razón sino que actúan movidos por la fuerza bruta de los instintos primarios y
de los sentimientos de ellos derivados. De ahí la necesidad de la educación
para ayudar a madurar y civilizar esos instintos y sentimientos lo mejor
posible pasándolos por el filtro de la razón. Toda forma de violencia moral o
física entre personas supone que se ha perdido el uso de la razón, o bien que
se la usa equivocada o perversamente. De ahí la necesidad de crear
instituciones para la educación personal y cívica, para la administración de la
justicia y para paliar las consecuencias personales, familiares y sociales de
las deficiencias psíquicas de muchas personas.
Otras veces, sin llegar
a esos extremos, se usa la razón cometiendo
errores que después tratamos de rectificar. La vida de cualquier persona normal
está trenzada de errores y rectificaciones desde que tenemos uso de razón hasta
que lo perdemos con el paso del tiempo y el desgaste natural de la vida. Pero
esto no es todo. Lo peor es cuando la inteligencia o razón es usada de forma
perversa y maquiavélica para falsear la percepción de la realidad o maltratar
consciente y deliberadamente a los demás. La historia de la humanidad es un
museo de atrocidades cometidas en nombre de la razón perversamente utilizada.
Hechas estas sugestivas constataciones
iniciales cabe añadir algunas matizaciones orientativas para ayudar al lector a
entender el mensaje central de la presente obra sobre la necesidad de usar la
razón de forma acertada para ser felices y no fracasar en la vida.
En el capitulo primero
se destaca el miedo de mucha gente a pensar y la necesidad de recuperar el
gusto por la verdad como ajustamiento o adecuación a la realidad. Lo cual sólo
es posible amando la vida en lugar de maltratarla, y usando bien la inteligencia,
que es el ingrediente esencial de la condición humana. En el capítulo segundo
se pone de manifiesto una dificultad congénita que dificulta el buen uso de la
razón desde el momento mismo de nuestra irrupción como individuos en la existencia. Me refiero al hecho de que
la aparición del uso de la razón personal no es contemporánea de la aparición
de los instintos primarios de conservación y reproducción. Ni surgen, ni se
desarrollan ni fenecen a la par o al mismo tiempo. Por el contrario, aparecen,
se desarrollan y fenecen asincrónicamente dando lugar a constantes conflictos
entre el impacto emocional de los sentimientos y el uso de la razón. De esta
confrontación nacen los conflictos característicos de la adolescencia y
juventud. La dificultad se agrava cuando no se llega a un equilibrio bajo la
guía sabia de la razón. De la salida acertada o desacertada de este conflicto
depende muchas veces el futuro feliz o desgraciado de la mayor parte de los
seres humanos.
A esa dificultad
genética de toda persona para usar bien la razón se suman otras de orden
cultural que vienen a complicar el problema. Unas son internas a las personas y
otras impuestas por la cultura dominante o heredada. De esas dificultades se da
cuenta en el capítulo tercero, en el que cabe destacar el fenómeno del
enamoramiento y del resentimiento. Psicológicamente el enamoramiento obnubila y
“entontece” la mente, y el resentimiento la daña como un virus venenoso muy
difícil de destruir. El enamoramiento entontece la inteligencia y el
resentimiento embrutece los sentimientos. Por ello cabe decir sin exagerar que
el enamoramiento y el rencor son enemigos naturales de la razón. Sobre este
asunto tan sensible hay mucha tela que cortar, sobre todo porque en esta
materia hay muchos errores culturalmente asumidos como si fueran verdades
indiscutibles. Esos errores son como piedras en las que todo el mundo tropieza
fatalmente sin que sea permitido culturalmente removerlas.
Por otra parte, la
cultura humana es, en fin de cuentas, fruto del uso de la inteligencia. En tal
sentido el uso de la razón ha oscilado a lo largo de la historia entre glorias
y constantes fracasos. Se ha cumplido la ley del péndulo ya que se puede constatar
una oscilación permanente entre una tendencia hacia el endiosamiento de la
razón y otra hacia su su envilecimiento. Lo mismo se ha identificado la
inteligencia humana con Dios que se la ha vilipendiado y despreciado. El hecho de
que en varias ocasiones se haya prohibido por decreto el uso de la razón
filosófica o teológica, como institución social, es elocuente y de ello se da
cuenta de forma muy breve pero sustancial en el capítulo cuarto.
En el capítulo quinto se
afirma el valor universal del sentido común o instinto pre-intelectual con el
que todos nacemos para discernir entre el bien y el mal y, por lo mismo, para saber
a qué atenernos con vistas a resolver los problemas ordinarios de la
existencia. A ese instinto u olfato natural se suma la experiencia de la vida.
Pero hay situaciones realmente difíciles y preguntas fundamentales ineludibles para
cuya respuesta es muy aconsejable aprender el uso técnico de la razón mediante
el estudio de la Lógica racional. En consecuencia, se hacen algunas
recomendaciones prácticas que pueden ayudar a superar las dificultades congénitas,
concomitantes y culturales que impiden el aprendizaje y uso correcto de la
razón.
En tiempos pasados el uso
de la razón fue asociado principalmente al estudio de la filosofía pero en
nuestros días este término ha perdido su significado original y es utilizado
para significar cualquier baratija de mercadillo callejero con la etiqueta de
las ideologías y otras frivolidades presuntamente intelectuales. Como veremos a
lo largo de esta obra, la historia de la filosofía refleja muy bien cómo el no
uso, el uso equivocado o perverso de la razón da lugar a un drama humano de
mucho cuidado. De ahí la necesidad de asociar directamente la filosofía al uso
correcto de la razón en todas las etapas de la vida humana superando las
frivolidades ideológicas, políticas, financieras, emocionales y culturales
dominantes.
CAPITULO I
INTELIGENCIA Y RAZÓN
1. Miedo a pensar
Mucha gente vive habitualmente
bajo el influjo del miedo. Razones no faltan e incluso sobran, y cada uno es
libre para administrarlo como mejor le parezca. El miedo, suele decirse,
es libre. Pero no me refiero al miedo
coyuntural provocado por los atentados terroristas, las guerras o las
catástrofes naturales. Me refiero a la actitud creciente y culturalmente
dominante de excluir el uso de la razón como herramienta apropiada para
afrontar los problemas esenciales de la vida. Durante el siglo XX se habló del
miedo a la libertad. En el siglo XXI se ha impuesto el miedo al uso de la
razón. En su lugar intervienen las emociones, los deseos apasionados, los
sentimientos y los recuerdos. Sobre todo los sentimientos vengativos camuflados
de justicia o en nombre de la memoria histórica. El miedo existencial está en
todas partes y se manifiesta de muchas formas.
La novedad actual en esta materia consiste
en que, consciente y deliberadamente, el uso de la razón carece de
reconocimiento social. El pensar, si no está prohibido está por lo menos mal
visto en muchos ambientes sociales, incluidos los que otrora se dedicaron
profesionalmente al ejercicio de la reflexión. Me refiero a la crisis de las
instituciones universitarias dedicadas a la filosofía y la teología actualmente
en crisis profunda si no llamadas a desaparecer. Los estoicos definieron la
filosofía como una “meditación constante sobre la muerte”. No por masoquismo
sino por realismo. La muerte, en efecto, es un hecho cierto e ineludible
acompañado de mucho dolor físico y moral, y es inútil engañarnos a nosotros
mismos tratando de vivir como si esas situaciones hubieran ya desaparecido o
estuvieran llamadas a desaparecer con el progreso científico.
La
reflexión serena y equilibrada sobre la vida y la muerte nos ayuda, en efecto,
a ser más sensatos y responsables y a disfrutar mejor de la vida que viviendo
sólo de emociones y sentimientos a la deriva. Pero actualmente, insisto, esta
experiencia no parece tener aceptación social. Al contrario, se trata por todos
los medios de apagar la lámpara de la reflexión por miedo a tener que afrontar
la realidad y eventualmente vernos en la necesidad de corregir o rectificar
formas de pensar y de vivir ajenas a esa realidad. Y no aprendemos la lección
ni siquiera cuando visitamos a los enfermos en los hospitales o a los muertos
en los tanatorios. De hecho la mayor parte de la gente pasa por estos lugares y
momentos cruciales de la existencia sin reflexionar lo más mínimo sobre el
significado profundo de la muerte como reverso de la vida. Prefieren mirar
hacia otra parte evitando entrar en razones sobre el misterio humano de la
vida.
Muchos
tienen la impresión de que las cosas sólo existen cuando se las piensa. En
consecuencia, adoptan como medida de prudencia la actitud de no pensar
reflexivamente sobre lo que tienen ante sus ojos. Es justamente lo contrario de
lo que hacen las personas razonables
que afrontan la realidad de la vida y la muerte sin miedo a tomar las
decisiones personales que sean necesarias. Es lo que hacen las personas que
usan la razón en todo momento en lugar de desactivarla. En el lenguaje actual
se ha puesto de moda la frase: “no te enrolles”. Para no complicarnos la vida
se recomienda no pensar. Cualquier cosa menos hacer uso de la razón para descubrir
los problemas, afrontarlos reflexivamente y tratar de encontrar para ellos la
solución adecuada.
El resultado de esta
actitud irracional se denomina “pensamiento “light” o débil, por analogía con
la cerveza sin alcohol, la coca-cola sin cocaína, la leche desnatada o el café
descafeinado. El ser humano se definió siempre por su condición racional frente
a los demás seres de la naturaleza. Actualmente, por el contrario, se prefiere definirlo
como humanamente “light”, es decir, flojo y desracionalizado. Usar la razón se
ha convertido hoy día para mucha gente en algo tan peligroso como el alcohol o
la sal para la tensión arterial, la nicotina para los pulmones o el tocino para
el colesterol. La prudencia filosófica posmoderna recomienda a lo más un uso “light”
de la razón frente a las situaciones críticas de la existencia. Además de los problemas relacionados
directamente con la vida y la muerte personal como eventos normales de la
existencia humana, que deberían invitar a la reflexión profunda, hay eventos
sociales y acontecimientos naturales que deberían también hacernos pensar más y
mejor. Cosa que lamentablemente no ocurre. Al menos de forma socialmente
perceptible. Recordemos algunos ejemplos llamativos de gran actualidad.
Empecemos
por el fenómeno lacerante del terrorismo político y el fanatismo religioso. El
terrorismo político ha logrado hacerse valer socialmente como un fenómeno
normal. A lo largo de la historia han existido los “terrorismos de Estado”
encarnados en las grandes dictaduras como el nazismo o el marxismo, por citar
sólo dos ejemplos aterradores recientes. Como alternativa a estas imposturas
han surgido los terrorismos “democráticos”, los cuales pervierten los más
nobles sentimientos patrióticos hasta el extremo de convertir la “patria”
(lugar geográfico y amoroso donde nacemos y crecemos) en un matadero sagrado de
conciudadanos aborrecidos. El culto primario e incivilizado al “terruño”
termina convirtiendo los sentimientos nacionalistas en una religión de
sustitución con sus altares propios y ritos sangrientos. De la democracia,
entendida como gobierno del pueblo, se pasa fácilmente a la “terrocracia” o
gobierno de los terroristas tanto en el terreno físico como en el político y
cultural. A las diversas formas
de terrorismo político se suman los fanatismos religiosos. En Occidente siempre
han existido grupos religiosos violentos en el judaísmo, en el cristianismo y
en el islam. En nombre de Dios estos grupos justificaron atrocidades humanas
absolutamente incompatibles con el sano uso de la razón.
En
el contexto judeocristiano las cosas han mejorado algo pero en el islámico han
mejorado muy poco y el fanatismo religioso funciona aún hoy día en comunión con
el fanatismo político en la mayor parte de los países islámicos. La represión
marxista, como no podía ser de otra manera, sólo contribuyó a potenciar el
recurso a la violencia como reacción defensiva y reivindicativa. La represión
generó el odio y el deseo de venganza en nombre de Dios, que es lo más
paradójico e irracional que podía ocurrir. Tanto en la práctica del terrorismo
político como religioso lo primero que desaparece es la razonabilidad o
correcto uso de la razón, que es sustituida por sentimientos religiosos
irracionales e inhumanos. Una vez perdido el control de la razón, o ésta es
utilizada para satisfacer los sentimientos violentos en nombre de la “patria” o
de Dios, ya podemos echarnos todos a temblar. Las buenas razones ceden su lugar
a las grandes pasiones desbordadas, la convivencia social se convierte en un
infierno y las ciudades se transforman en tanatorios. Así las cosas, el uso de
la razón es fatalmente anulado por el imperio psicológico del miedo.
Cabría
pensar que los regímenes políticos democráticos actuales estarían a la altura
de las circunstancias para potenciar el uso de la razón y de la libertad
responsable en la convivencia social. En teoría así debería ser. En la
práctica, sin embargo, las cosas no suelen ir en esa dirección. Los que
ostentan el poder otorgado por las urnas, una vez que lo alcanzan, se tiene la
impresión de que su objetivo principal e irrenunciable es retenerlo a costa del
bien común y de la razón. Para lograrlo hacen alianzas con el diablo si es
menester. Los que están en la oposición, a su vez, hacen lo mismo para derrocar
a los que están en el poder. En esta dinámica el uso de la razón juega un papel
meramente instrumental y de esclavitud al servicio de los intereses de los
diversos grupos políticos aunque esos intereses sean objetivamente
irracionales.
Nunca
se miente tanto como después de una cacería, durante la guerra y las campañas
políticas electorales. Y, sin embargo, la mayor parte de la gente no aprende la
lección. El sentimiento de desencanto impide recobrar la fuerza de la razón
para subsanar los errores cometidos y se vuelve a tropezar una y otra vez en la
misma piedra. Los políticos tienen muy claro que lo suyo es el poder y los
filósofos, si es que queda actualmente alguno en funciones digno de tal nombre,
olvidan con frecuencia que lo suyo es la verdad, convirtiéndose en ideólogos o
manipuladores de ideas al servicio de su amo político o financiero de turno.
Esto se aprecia sobre todo en las instituciones legislativas en las que se
establecen leyes cada vez más
irracionales e inhumanas.
Por
otra parte, la política moderna está estrechamente vinculada a la economía. Los
políticos necesitan ideólogos que justifiquen racionalmente sus ambiciones de
poder, y de economistas eficientes que financien sus proyectos. En otros
tiempos se hablaba de la verdad como ideal de vida y tal fue el de los
auténticos filósofos. Actualmente no hay más verdad que la “verdad económica”.
Esto significa que cuando una forma de vida o de conducta genera dinero,
cualquier consideración desfavorable está condenada al fracaso. En
consecuencia, las guerras deben fomentarse para que no quiebre la industria
armamentística, los experimentos científicos que llevan consigo la destrucción
de seres humanos han de ser legalmente protegidos si lo contrario repercute
negativamente en las inversiones de dinero llevadas a cabo en el sector. Y así
ocurre en casi todo. Se invoca al progreso. Pero nunca a la razón. En nuestro
mundo actual “tener razón” es lo mismo que no tener nada. Pero esta situación
es muy grave ya que al final de la vida lo único que nos acompaña es el poco o
mucho de verdad que hayamos descubierto durante nuestro periplo existencial y
el amor o bien que hayamos hecho a los demás. El resto se lo come la tierra.
Pero
esta mentalidad irracional y malsana no disfrutaría de tan buena salud pública
sin la acción psicológicamente imperial de los medios de comunicación. Es cierto
que la radio, la televisión e internet y todas las tecnologías de la
comunicación social son maravillas de la creación humana que podrían contribuir
poderosamente a potenciar el coeficiente de humanidad entre los hombres y los
diversos grupos humanos a escala planetaria. Pero es igualmente cierto que,
salvo honrosas y a veces heroicas excepciones, están contribuyendo de forma
alarmante a la atrofia del uso de la razón. Los estudios sobre este triste
fenómeno en niños y adolescentes son cada vez más numerosos y preocupantes.
Estos medios de comunicación son la “cátedra” universal abierta al mundo entero
durante día y noche de una forma tan espectacular y fascinante que sólo dejan
tiempo para ver y oír sin margen para el pensamiento profundo y la reflexión.
La mayor parte de la gente piensa y habla, para bien o para mal, sobre lo que
oye y ve en los medios de comunicación hasta el extremo de perder la capacidad
de pensar y razonar por cuenta propia.
Además
de caer en la comprensible fascinación que psicológicamente ejercen estos
medios, la gente suele creer ingenuamente que todo aquello que no pasa por la
tribuna mediática carece de interés o importancia. Se olvida que a la televisión
o a la radio, por ejemplo, no se va a resolver problemas sino a presentar
espectáculos de todo tipo que sean comercialmente rentables. La verdad profunda
de las cosas no interesa a las empresas de la comunicación, ni siquiera cuando
se ocupan de las verdades científicas. En el mejor de los casos las empresas de
la comunicación son entidades comerciales en las que el espectáculo y el dinero
son sus objetivos prioritarios. En casos extremos esas empresas se convierten
en aliados del poder político. Así las cosas, la verdad y la razón sólo
interesan en la medida en que pueden considerarse como un producto
política o comercialmente ventajoso. O
lo que es igual, nada tienen que ver de por sí con el uso correcto de la razón
y la búsqueda de la verdad. Las honrosas excepciones que puedan darse confirman
la regla.
Cabría pensar que la
alternativa inmediata ineludible a esta situación es aprender a reflexionar sobre los asuntos más
graves de la vida sacando las consecuencias pertinentes para convertir nuestra
existencia humana en una experiencia feliz desafiando a las circunstancias
adversas, incluidas las que conducen a la muerte. O lo que es igual, se impone
el uso correcto de la razón y del sentido común como alternativa urgente. Pero
tengo la impresión de que esta convicción es patrimonio de minorías cada vez
más selectas sin significado social destacable. De hecho, dentro del panorama
actual de la filosofía sólo una honrosa minoría sin relevancia social está
convencida de que filosofar es vivir en plenitud nuestra condición humana
poniendo a tope los recursos propios de la inteligencia desde una perspectiva
sapiencial de la vida y no meramente funcional, emocional, mecánica e
intranscendente. Ante este estado de cosas pienso que es necesaria y urgente una vuelta al uso
correcto de la razón para que la gente sea más consciente de su dignidad
perdida en un momento histórico singular en el que los valores más humanos
tienden a desaparecer de los mercados filosóficos en boga. O hacemos filosofía realista
de calidad o morimos a manos de los asesinos de la inteligencia y profesionales
del miedo a la vida.
2. Necesidad del uso reflexivo de la
inteligencia
Algunos dirán que el uso de la razón, tal
como ha sido presentado por la historia de la filosofía, no es un ejemplo a
imitar ni por la conducta personal de muchos de los filósofos del pasado ni por
el resultado práctico de sus especulaciones filosóficas en el presente.
Lamentablemente esta opinión refleja una parte innegable de verdad. Por ello
conviene llamar la atención sobre la necesidad de beldar y cribar el inmenso
patrimonio de cultura filosófica, del que la humanidad tiene derecho a exigir
una mayor separación de paja, granzas y grano. Me estoy refiriendo a la
filosofía académica tal como se ha venido enseñando en las aulas. Por algo la
filosofía cultivada en los centros académicos o escolásticos ha terminado
desprestigiándose como una actividad propia de quienes viven al margen de la
realidad distraídos en especulaciones y peleas dialécticas pintorescas, si no exóticas e inútiles para la vida. Como
reacción surgieron los pensadores irracionales antiacadémicos con lo cual se
juntó el hambre con las ganas de comer. De los primeros podría decirse que se
pusieron fuera de la realidad y de los segundos fuera de la razón.
Antes de seguir adelante conviene
recordar que existe una filosofía inseparable de la vida y que la actividad
filosófica es una de las formas superiores de expresarnos como seres humanos.
Me refiero a esa sabiduría de los ancianos, que saben más por viejos que por haber
estudiado en los libros; del primor de los inocentes, que saben por instinto
natural antes que por oír lecciones escolares; de la experiencia del pastor de
ovejas que se compadecía del joven que volvía de la universidad a su localidad
rural de origen haciendo y diciendo tonterías en nombre de la erudición y la cultura.
Esta sabiduría pre-académica, que brota de la aventura cotidiana del vivir, es
la filosofía que nunca muere y por la que popularmente se dice que todos somos
en alguna medida filósofos. Filosofar es vivir es vivir con sentido. Filosofar
y vivir son términos convertibles en un estado anterior a la filosofía como
cultura impresa en los libros. A esta filosofía pre-científica y meta-histórica
se refiere el refrán popular: primero la vida y después la filosofía cultural,
que presupone la primacía de esa otra filosofía identificada con el hecho de
vivir con dignidad y responsabilidad.
Pero, a pesar del
comprensible desprestigio de la filosofía académica o escolástica, existe
también una filosofía científica como producto de la cultura humana, la cual es
igualmente una necesidad vital de la inteligencia en busca de la razón última
de las cosas, del hombre y de la vida. Es el mundo de las ideas y del orden
exigido por la razón. Pues bien este es el tipo de filosofía condenada a
muerte en las universidades y centros superiores de enseñanza, en los cuales
los verdaderos filósofos escasean al tiempo que proliferan los ideólogos
políticos, los sofistas y charlatanes de la historia, de la lingüística, y de
la información. Actividades todas ellas desconectadas de la verdadera filosofía
para ser tratadas con metodología sofista al servicio de la política y de la
economía. Por eso, los filósofos de raza son vistos, a lo más, como seres
pintorescos, y la filosofía en profundidad como una actividad inútil y ajena a
la realidad.
Pero digámoslo todo. A
pesar de lo dicho y tal vez por ello, se siente por doquier la necesidad de
tener ideas filosóficas coherentes con la naturaleza del hombre, sometida a
grandes pruebas por la tecnología y las formas modernas de vivir, para llenar positivamente
su espíritu vacío de motivaciones y convicciones transcendentes en las cuales
poder encontrar el sentido último de la vida y ordenar mejor la convivencia
humana. Las generaciones jóvenes más sanas sienten con verdadero dramatismo la
necesidad de aprender a pensar bien, a reflexionar mejor y ordenar sus
convicciones. La experiencia enseña que una idea falsa o mal puesta en la cabeza
es capaz de trastornar al mundo. Sólo en el acto de reflexionar ordenadamente
se revela en plenitud nuestra condición humana. De ahí que la filosofía sea,
para unos, puerto de salvación y, para otros, de perdición.
Ahora bien, si la filosofía
sistemática pura está desprestigiada en los centros superiores de estudios,
siendo una necesidad vital de la inteligencia, probablemente es debido en parte
a que los sofistas, charlatanes y tecnócratas sustituyen en el quehacer
filosófico a los verdaderos filósofos. De hecho, salvo en casos excepcionales y
con muchas dificultades administrativas, lo más que se hace es historia de la
filosofía como mera información del pasado o para legitimar actitudes políticas
o sociológicas. Y, por supuesto, para justificar puestos de trabajo. Así las
cosas, los profesores de filosofía se limitan a transmitir las opiniones
escritas en los libros y a verificar que los alumnos las han memorizado
mediante pruebas y exámenes rutinarios sin enseñar a los alumnos a pensar y
razonar correctamente sobre los grandes problemas de la vida y la muerte. Pero
esto no es lo peor.
Lo
peor es cuando los profesores de filosofía quieren poner una pica en Flandes y
confunden ellos mismos la lógica racional con el verbalismo nominalista implicado
en la lógica simbólica. La ética es sacrificada a la política, a la
biotecnología y a las finanzas. El derecho natural es corrompido y reemplazado
por el consenso arbitrario de voluntades. El derecho positivo, la sociología y
la psicología se estudian sin relación ninguna con la ética humana o la
antropología metafísica, que con Manuel Kant quedó prácticamente reducida a cuestiones
nogseológicas racionalmente desfondadas. La filosofía de la naturaleza o
cosmología suele reducirse a cuestiones de física abstracta vinculadas a las
ciencias exactas dependientes de las matemáticas, sin excluir cuestiones supersticiosas a las que siempre fueron
propensos los cultivadores de la química y de la astronomía. De esta forma la
filosofía apenas se distingue hoy día del esoterismo y la divagación inútil.
3. Desencanto ante la pérdida del buen uso de la razón
En mi opinión, compartida por el silencio sapiencial de muchas
personas de bien, el pensamiento filosófico contemporáneo, considerado de una
manera global, está “enfermo” por falta del uso correcto de la razón. Como
síntomas de esta enfermedad peculiar cabe destacar el alejamiento progresivo de
la naturaleza a la que se pretende científicamente dominar; el vacío ontológico
o incapacidad para encontrar las razones últimas y definitivas del ser y de la
vida; el parasitismo historicista, como si todo hubiera de resolverse desde la
historia en categorías temporales y efímeras; el mesianismo científico, que
no tiene más fundamento que la falta de reflexión metafísica sobre Dios, la
vida humana y el sentido del mundo. La verdadera reflexión metafísica es
reemplazada por el operacionismo matemático
y las estadísticas desde una perspectiva mecánico-cuanticista. De ahí el
coeficiente de provisionalidad y angustia, de urgencia y precipitación, que no
conduce al hombre actual a parte ninguna, si no es al desencanto, que
últimamente ha degenerado en una feroz violencia programada a todos los niveles
de la vida, incluso desde antes de nacer. El terror social y la falta de
respeto a la vida humana se han convertido así en los signos más
característicos de nuestro tiempo al encontrar apoyo en leyes cívicas que
contemplan la posibilidad de destruir la vida ajena ya desde el seno materno.
En este estado de emergencia histórica los socorristas
intelectuales del siglo XX acudieron a Carlos Marx, a Kant, Hegel, Freud y
Marcuse, a los sociólogos y tecnócratas de las finanzas. Mientras tanto los
políticos jugaron su propia baza con los aleatorios naipes de la democracia
social, del activismo político, del desarme y la coexistencia sobre la base de
unas relaciones cada vez más comerciales y menos humanas. Por otra parte, la
biotecnología y las ciencias biomédicas profetizan la transformación de todos
los tipos de relaciones humanas, consideradas secularmente inviolables, desde
las técnicas de reproducción humana hasta la inducción de la muerte clínica
regulada por las leyes. Los mismos promotores de los derechos humanos son a
veces los mismos que profesan una filosofía de la vida muy discutible cuando
no inadmisible.
El nuevo siglo
debería ser más justo con los buenos pensadores, que existen, pero que en el
mejor de los casos sólo son considerados como elementos decorativos de la
sociedad. De hecho sólo la filosofía de los peores llegó a las masas durante la
segunda mitad del siglo XX y en las celebraciones internacionales de
acontecimientos filosóficos prevalecieron casi siempre las ideas de los
activistas políticos, sobre todo marxistas, de los charlatanes del neopositivismo
lingüístico y de los teóricos de la técnica. Sin olvidar el fantasma del
nominalismo y de la sofística y otras degeneraciones medievales reproducidas
a título de modernidad y progreso en nombre de una ignorancia supina de la
historia. Buena parte de los congresos filosóficos y de otros acontecimientos
académicos por el estilo durante las últimas décadas del siglo XX tuvieron más
que ver con la industria del turismo y de la política que con la búsqueda
científica de la verdad. Se comprende que tales acontecimientos hayan perdido
todo su interés a favor de las nuevas tecnologías aplicadas a la estrategia
política y a la bioética en cuyo contexto lo que peor funciona es el uso correcto de la razón en perjuicio
siempre de la vida de los más inocentes, débiles e indefensos. Así las cosas,
las grandes esperanzas suscitadas por el descubrimiento del genoma humano y de
la Bioética en general se han frustrado con la irrupción de la biotanasia.
4. ¿Racionalistas o sentimentales?
La historia del pensamiento
filosófico es un exponente colosal del conflicto histórico entre los que tomaron partido abiertamente a
favor de los dictámenes de la razón reprimiendo la vida emocional, y los que optaron
por desnudarse de la razón para dejarse llevar ciegamente por la corriente
impetuosa de sus sentimientos y emociones. Los historiadores de la filosofía
han descrito con todo detalle los extremismos del racionalismo filosófico y del sentimentalismo
romántico en lucha permanente. Los racionalistas exaltan la inteligencia y
reprimen los sentimientos. Los sentimentales exaltan los sentimientos y
desprecian la inteligencia. En ambos extremos late una decepción fundamental
frente a los problemas fundamentales de la vida que no aciertan a resolver de
forma satisfactoria en la vida práctica. Por otra parte, los psicólogos
constatan cómo hay personas con un coeficiente intelectual altísimo que van por
la vida de fracaso en fracaso, y otras que triunfan sin demasiados quebraderos
de cabeza. Todo esto significa el triunfo de la mediocridad sobre la
inteligencia particularmente apreciable en las sociedades democráticas
posmodernas.
Con una circunstancia
agravante que yo mismo he podido constatar durante mi experiencia profesional.
Hay personas que con la cabeza reconocen sin dificultad que sus desgracias
personales son debidas principalmente al desbordamiento habitual de sus emociones.
Estas personas están convencidas de que, si usaran la razón antes de hablar o
de tomar decisiones importantes, se ahorrarían el calvario de pasarse la vida
lamentando sus errores sin encontrar remedio. En el fondo se encuentran a gusto
sufriendo y haciendo sufrir a los demás, por lo que no están dispuestas a
levantar una paja del suelo para salir de esa situación de círculo vicioso. Hacen
cualquier cosa menos activar el ejercicio de la razón. Prefieren seguir
sufriendo las consecuencias de los errores que cometen con el sentimiento a
razonar antes para evitar seguir incurriendo en ellos en el futuro.
Por el contrario, hay
quienes sienten un desprecio olímpico por los sentimientos propios y ajenos
aduciendo razonamientos fríos y descarnados sobre las personas y las cosas. Son
gente sin piedad. Este defecto lo he encontrado con mucha frecuencia entre
personas que han tomado gusto a la autoridad y al ejercicio del poder militar,
político, financiero y religioso. Los que llevan mucho tiempo en el ejercicio
del poder corren el riesgo, si no se cuidan, de considerar a las personas que
de ellos dependen sólo como piezas útiles para las instituciones de las que
forman parte, al margen de sus sentimientos humanos, de sus penas y alegrías.
Toda autoridad tiene una propensión natural a sacrificar a las personas en el
altar de las instituciones en nombre de la ley, del orden y la supervivencia
histórica de dichas instituciones. Como reacción defensiva, también natural, los
súbditos tienden a responder con el desacato convulsivo y la anarquía. En ambos
extremos la gran perdedora es siempre la razón, y el sufrimiento y la infelicidad
el resultado más frecuente.
Con estas personas resulta muy
difícil mantener una conversación razonable y positiva en orden a resolver sus
problemas íntimos y de convivencia social. Los que se instalan en sus
sentimientos desbordados utilizan diabólicamente la razón para potenciar y justificar
sus errores. Y los que se instalan en el desprecio de los sentimientos se
sirven de la razón para juzgar a los demás de forma arrogante y prepotente. Los
sentimentales tiene miedo a la razón y los racionalistas temen sentirse humillados
por los sentimientos. En la historia de la filosofía se habla de intentos de
reconciliación entre racionalismo y sentimentalismo pero con éxitos prácticos
poco apreciables. En la actualidad se buscan soluciones a este problema en la
genética, en los condicionamientos históricos de las culturas y en un nuevo
intento de redefinir la inteligencia como mera estrategia psicológica para
administrar los sentimientos y las emociones con vistas a triunfar en la vida y
lograr mayores cuotas de felicidad. El intento es loable porque pone el dedo en
la llaga y busca un tipo de reconciliación entre el racionalismo y el
sentimentalismo. El marcusianismo, por ejemplo, fue un intento entre otros al
tratar de reconciliar freudismo con marxismo y conocemos sus resultados
negativos. Con el freudismo manipulado se llegó a la devaluación actual del
amor humano reducido poco más que a categorías brutalmente sexuales. Con el
marxismo se llegó al uso más perverso de la razón que jamás se había conocido
contra el hombre. La novedad actual consiste en buscar una reconciliación
pragmática entre el racionalismo y el sentimentalismo mediante el equilibrio de
fuerzas emocionales en un mundo nuevo marcado por la tecnología y la ausencia
de valores trascendentes. Los protagonistas de esta nueva aventura son
predominantemente psicólogos y psiquiatras con escasa participación de
filósofos de casta. Por una parte se reconoce la necesidad de aprender a usar
correctamente la razón en la solución de los problemas que producen
infelicidad, pero, de hecho, el uso correcto de la razón es sistemáticamente
eludido como criterio básico de referencia para acertar en la solución de los
problemas concretos de la existencia. El
filósofo Xavier Zubiri hablaba de inteligencia “sentiente” tratando de resolver
en profundidad el eterno conflicto entre inteligencia y sensualidad,
sensualidad e inteligencia. Pero sus escritos, como otros muchos, sólo son
asequibles a una minoría muy selecta de pensadores, tanto por el lenguaje que
utiliza como por el planteamiento metafísico del problema. En contrapartida han
surgido intentos más pedagógicos destinados a estimular la reflexión y uso
correcto de la razón entre las nuevas generaciones. Pero el contexto cultural y
social contemporáneo contribuye poderosamente a que esas buenas hierbas
emergentes sean sofocadas pronto y se agosten en plena flor.
Últimamente se prefiere hablar de
“inteligencia emocional” y corresponde a Daniel Goleman, psicólogo de
profesión, el mérito de haber puesto una vez más de manifiesto el problema
sobre la mesa con un lenguaje asequible y cercano a la mayoría de la gente
desde una impostación descriptiva y psicológica atractiva. Se comprende que
su “Emotional
Intelligence” alcanzara rápidamente un éxito editorial importante
convirtiéndose en fuente inagotable de inspiración para organizar la vida
personal y educar a los nuevos funcionarios y ejecutivos sociales con vistas a
triunfar y no seguir fracasando en la lucha personal y colectiva por la
felicidad. Al margen del reducido
valor objetivo de la teoría de la inteligencia emocional, es innegable que D.
Goleman ha puesto una vez más el dedo en la llaga y viene a confirmar que en el
uso correcto o desacertado que hagamos de la inteligencia nos jugamos en buena
parte el éxito o fracaso de nuestra vida. De ahí que cualquier esfuerzo por
evitar ese fracaso haya de ser acogido con esperanza. Como iremos viendo a lo
largo de estas páginas, todo apunta a que es indispensable superar el abuso de
la razón y de los sentimientos mediante la razonabilidad
basada en el aprendizaje y uso correcto de la razón.
5. La preocupación actual
por la inteligencia
Con la inteligencia conocemos la realidad de la que
formamos parte y se afirma nuestra dignidad humana entre los demás seres de la
naturaleza. Por ello se comprende que los estudios sobre la inteligencia estén
ahora más que nunca en el punto de mira de la psicología, de la bioética y de
la educación. Y por supuesto, en el campo de la filosofía, por más que ésta
esté atravesando por una crisis nueva de
gran envergadura. En el pasado se medía la inteligencia humana con la ayuda de tests en los que se trataba de evaluar las
capacidades numéricas, lingüísticas o espaciales de cada persona. Pero con este
método se ha cometido el error de centrar la atención excesivamente en la solución
de problemas técnicos olvidando otras habilidades del ser humano como son la
reflexión, la comunicación afectiva o la inteligencia emocional. La teoría
últimamente más aceptada es la de la inteligencia múltiple de Howard
Gardner, el cual parte de la hipótesis de que no tenemos una sola capacidad
mental sino varias: la lógico-matemática, la espacial, la lingüística, la
musical, la corporal, la interpersonal y la intra-personal. Por tanto, cuando
nos proponemos medir la inteligencia de un sujeto, deberíamos hacerlo
basándonos en todas ellas y no sólo en alguna o algunas. Se están intentando
generar nuevos tests que midan estas
capacidades, pero este es un proceso difícil que todavía está en los
inicios.
La inteligencia de una persona está formada por un
conjunto de variables como la atención, la capacidad de observación, la
memoria, el aprendizaje, las habilidades sociales, etc., que le permiten
enfrentarse al mundo diariamente. El rendimiento que obtenemos de nuestras
actividades diarias depende mucho de la atención que les prestamos así como de
la capacidad de concentración que manifestamos en cada momento. Pero hay que
tener en cuenta que, para alcanzar un rendimiento adecuado, intervienen muchas
otras funciones. Por ejemplo, un estado emocional estable, una buena salud
psico-física y un nivel de activación normal.
La inteligencia, piensan algunos, es la capacidad de
asimilar, guardar, elaborar información y utilizarla para resolver problemas.
Sorprendentemente no se menciona la capacidad de razonar y se advierte que
también los animales y las computadoras están dotados de esas capacidades. Es
la típica definición descriptiva en la que apenas se utiliza la reflexión.
Otros, más acertadamente, piensan que el ser humano va más lejos, desarrollando
una capacidad de iniciar, dirigir y controlar nuestras operaciones mentales y
todas las actividades que manejan información. El hombre reconoce y relaciona
muchas cosas sin saber cómo lo hace. Pero tenemos además la capacidad de
integrar estas actividades mentales y de hacerlas voluntarias mediante su
debido control. Tal ocurre cuando activamos nuestra atención durante los
procesos de aprendizaje. En esos momentos ya no nos comportamos con el
automatismo de los animales sino que dirigimos voluntariamente nuestro
aprendizaje hacia los objetivos por nosotros deseados. La función
principal de la inteligencia es conocer y dirigir nuestro comportamiento para
resolver problemas personales y sociales de la vida con acierto y eficacia.
Hasta hace poco tiempo existió una opinión errónea según
la cual la inteligencia sólo serve para resolver los problemas de las matemáticas
y de la física dejando a un lado las capacidades personales para resolver los
problemas que afectan directamente a nuestra felicidad personal y la buena
convivencia social. Cuando los cuerpos docentes opinaban sobre las cualidades
intelectuales de los estudiantes, a muchos le parecía evidente que la mayor
facilidad para el estudio de las matemáticas era la prueba indiscutible de una
dotación intelectual superior a la de aquellos que encontraban mayor
dificultad. Esta mentalidad llevó a extremos como la división administrativa de
los estudios institucionales en ciencias, letras y humanidades. Con lo cual se
potenció el prejuicio de que los jóvenes que optaban por el estudio de las
humanidades eran aquellos cuyo coeficiente intelectual no daba para el estudio
de las ciencias. O dicho en lenguaje coloquial: el estudio de las ciencias es
para los listos y el de las humanidades para los menos inteligentes. La
sociedad actual ha asumido esta forma de pensar y la ha sancionado
promocionando el apoyo económico de los estudios denominados científicos
negando prácticamente un estatuto social digno a las instituciones
humanísticas. La razón de fondo es que la informática y la tecnología prometen
un futuro económicamente rentable mientras que el estudio de las humanidades,
como la filosofía, sólo garantiza un futuro a precio de hambre.
Frente a esta triste situación está la realidad de los
hechos. Ya en el siglo XIII Tomás de Aquino pensaba que el estudio de las
matemáticas debería realizarse desde la más tierna infancia por una razón muy
simple. Porque el nivel del conocimiento matemático, pensaba él, depende más de
un tipo de imaginación que de la capacidad intelectual propiamente dicha. Por
el contrario, el estudio de los problemas éticos y metafísicos requiere
experiencia de la vida y mucha capacidad reflexiva. Por ello, el estudio de las
matemáticas puede llevarse a cabo con total éxito desde la más tierna infancia,
lo cual no es posible en el campo de la ética o de la metafísica. De hecho hay
personas altamente capacitadas para todo aquello que tiene relación directa con
las matemáticas y que, al mismo tiempo, son incapaces de hacer un razonamiento
correcto en el ámbito intelectual propiamente dicho. Saben hacer operaciones
matemáticas complicadísimas con relativa facilidad pero encuentran serias
dificultades para razonar correctamente frente a los problemas esenciales del
hombre frente la vida y la muerte. Son incapaces de entender nada que no pueda
ser tratado mediante un proceso matemático. A esto hay que añadir otro hecho
empírico. Hay personas intelectualmente bien dotadas que fracasan en la vida y
otras muy mediocres que saben cómo comportarse para triunfar. Esta constatación
está en la base de la teoría de la inteligencia emocional como alternativa al
fracaso permanente de la inteligencia en la gestión de la felicidad humana en
las sociedades modernas avanzadas.
6. Los tipos de inteligencia
Entre los temas específicos de la psicología moderna cabe
destacar aquellos relacionados con la conciencia, la memoria y el pensamiento.
Pero una de las cuestiones estrella se refiere a las cuestiones relacionadas
con la inteligencia y nuestro mundo afectivo. La afectividad o impacto
emocional se refiere a la capacidad de ser impactados por las circunstancia
externas en las que nos vemos envueltos.
Una vez afectados o influenciados por dichas circunstancias (la muerte de un
ser querido, la curación inesperada de una enfermedad, la supervivencia en un
accidente de tráfico, la simple escucha de una palabra agradable o
desagradable) exteriorizamos esos impulsos afectivos mediante sentimientos,
emociones y pasiones. Los sentimientos son los embajadores inconfundibles del
estado interior de nuestra afectividad.
En el lenguaje popular tradicional se hablaba de “listos
y tontos”, y en los círculos académicos, de “inteligentes y menos
inteligentes”. Pero con una particularidad interesante. Como queda dicho, listos
o inteligentes eran considerados aquellos que estaban dotados de una memoria
sensitiva notable y, sobre todo, de una dotación especial para el estudio de
las matemáticas. Actualmente se habla de diversos tipos de inteligencia y la
mayor parte de los analistas aceptan sin dificultad que las personas más
inteligentes no son necesariamente las mejor dotadas de memoria sensitiva o de
capacidad para el estudio de las matemáticas sino aquellas que saben
organizarse más sabiamente la vida.
Como signos de
esa sabiduría cabe destacar los siguientes.
Aprender de la
experiencia. Una persona que incurre frecuentemente en un error y no
aprende por lo menos a reconocer que tiene que cambiar de conducta, ello puede
ser signo de poca inteligencia o que su estado emocional la ha inundado. En el
primer caso cabe hablar de personas con escasa o nula dotación intelectual. Son
los que nunca aprenden de sus errores. En el segundo caso nos hallamos ante la
situación de aquellas personas que no han perdido un ápice de su lucidez mental
para discernir en teoría entre lo que es bueno o malo para ellas, pero su
estado emocional no les permite llevar a la práctica eso que con la cabeza fría
entienden que es lo mejor. Un fumador, por ejemplo, puede estar plenamente
convencido de que, en bien suyo y de los demás, debe dejar de fumar, se propone
no fumar más y, antes o después, termina aborreciendo esa maligna e indeseable
costumbre. Otro, por el contrario, busca argumentos debajo de las piedras para
justificar el seguir fumando. En el primer caso el uso de la razón se ha
impuesto sobre sentimientos y emociones de mala calidad. En el segundo, en
cambio, la razón ha sucumbido al oleaje salvaje de los sentimientos.
Una persona que es capaz de sobrevivir a los embates de
los sentimientos aprendiendo a rectificar los errores cometidos es sin lugar a
dudas más inteligente que otra que trata de legitimar con falsas razones sus
errores. Las personas realmente inteligentes no son aquellas que más saben o
son más cultas, sino aquellas que son capaces de aprender de todo el mundo y de
sus propios errores. Las personas inteligentes son conscientes de sus éxitos
pero igualmente de sus fracasos. Las personas poco inteligentes, en cambio,
sólo ven éxitos en su vida y nunca equivocaciones. Carecen de la capacidad de
aprender de la experiencia propia y ajena. Las personas verdaderamente
inteligentes convierten la experiencia de la vida en fuente inagotable de
sabiduría, incluso las experiencias negativas. Por eso cabe decir que uno de
los fallos más notables de la pedagogía de todos los tiempos ha consistido en
enseñar casi exclusivamente a hacer las cosas bien, como si no hubiera que
aprender a corregir las cosas que fatalmente se habrán de hacer mal. Con la
experiencia de la vida la inteligencia sana y bien educada aprende lo mismo de
las experiencia positivas como de las negativas. Cuando tal sucede la
inteligencia va asociada, no tanto a la cultura o al mero conocimiento
científico, sino a la sabiduría como el fruto sazonado y más auténtico de las
personas realmente inteligentes y sabias.
Sentido realista de
la vida. Es lo que los psicólogos llaman comportamiento adecuado a la
realidad. Me refiero a la capacidad para deducir conclusiones correctas de la
experiencia de la vida y aplicarlas adecuadamente al entorno humano en que nos
movemos. La persona realmente inteligente vive con ilusión pero no se hace
ilusiones de nada. Vive de la realidad pura y dura y no de la engañosa
fantasía. Hay personas, por ejemplo, que viven y trabajan de forma desmedida
porque dan por supuesto que van a vivir eternamente en este mundo. Asisten a
los funerales de conocidos, familiares y amigos. Pero se comportan ante la
muerte y hablan de ella como si eso fuera algo que no va con ellas. Estas
personas no son realistas. Viven de deseos y emociones y no del uso llano y
sencillo de la inteligencia que nos mantiene siempre en el ámbito de la
realidad.
Sentido del tiempo real. Las personas
que usan correctamente su inteligencia no piensan que todo pasado o presente
fue mejor o peor. Viven el presente sin olvidar del todo el pasado y sin
hacerse ilusiones sobre el futuro. El pasado ya no nos pertenece, el futuro es
en muchos aspectos imprevisible y el presente es efímero. Hay quienes viven
sólo de recuerdos. Otros, en cambio, sólo sueñan con la imaginación en un
futuro inexistente. En contrapartida están quienes viven sólo del presente
efímero en medio de sorpresas y sobresaltos sin memoria del pasado ni visión de
futuro. Las personas que usan bien la inteligencia, por el contrario, saben cómo
hacer para aprender de la experiencia del pasado en el presente con visión
realista de futuro.
Vivir de forma inteligentemente correcta equivale a saber
estar en este mundo de forma provisional sin añoranzas del pasado ni
pretensiones absurdas o imaginarias respecto del futuro. Mediante el uso
correcto de la inteligencia aprendemos a vivir y a morir con dignidad y
esperanza. Para ello tenemos que actualizar los recuerdos felices del pasado,
tener conciencia clara del carácter efímero del presente y entregarnos sin
miedo al misterio de nuestro futuro. De ahí que, como ya recordara Aristóteles,
del uso correcto o incorrecto que hacemos de la inteligencia depende en buena
parte nuestra felicidad en este mundo como seres humanos. La sabiduría popular
expresa esta misma idea cuando aconseja que, si hemos de perder algo, que nunca
sea la cabeza. Por otra parte, en la vida corriente se dice que una persona es
muy inteligente o simplemente que es más inteligente que otra. Esta forma de
hablar tiene su fundamento y por ello me
parece oportuno recordar los tipos de inteligencia que más se manejan en los ámbitos
de la antropología y que han trascendido al lenguaje corriente de las personas
estudiosas. Cabe hablar de los tipos de inteligencia siguientes.
Inteligencia
teórica
Se denomina así a la capacidad de una persona para
abstraer de las cosas particulares y moverse en el ámbito de lo abstracto. Esto
lleva consigo la elaboración de conceptos, ideas u opiniones sobre las cosas
así como la formulación de juicios y raciocinios. Mediante la abstracción
buscamos conocer las razones últimas de las cosas conjugando los elementos
comunes que hay en ellas y las diferencias. Nos preguntamos, por ejemplo, qué
es el hombre. Si aplicamos la inteligencia teórica correctamente analizando con
objetividad los datos biológicos que compartimos las personas con las plantas y
los animales, y tomamos conciencia de las diferencias sustanciales que nos
distinguen, podemos llegar a conclusiones y razonamientos como estos: el hombre
es un ser racional con una dignidad o excelencia entitativa que impide ser
tratado como una cosa, una planta o un animal. Si esta conclusión la aplicamos
después al campo de la bioética y a la praxis médica, esas diferencias tendrán
una orientación práctica distinta que si pensamos que entre la vida de las
plantas, de los animales y de las personas no hay diferencia sustancial ninguna
sino sólo apreciaciones subjetivas diferentes. Lo propio de la inteligencia
teórica es la reflexión sobre los
datos empíricos que proporcionan las ciencias particulares y sobre los propios
actos del pensamiento. Cuando cultivamos este tipo de inteligencia nos
comportamos como intelectuales
propiamente dichos. La inteligencia teórica es el modelo propio de los
auténticos intelectuales.
Pero en la
cultura posmoderna el concepto de
intelectual se ha devaluado en proporción con el desinterés por la búsqueda
de las verdades últimas de la vida. De ahí que actualmente cualquier hombre o
mujer que goce de popularidad en alguna actividad social sea considerado como
intelectual capacitado para opinar con autoridad sobre el cielo y la tierra.
Sobre todo si son personas magnificadas por los medios de comunicación social.
Pero esto es una depreciación injusta del trabajo intelectual reflexivo propio
y exclusivo de la naturaleza humana. A muchos intelectuales se les ha tildado
con razón de alejarse de la realidad y perderse en especulaciones sin sentido
práctico de la vida. Pero esto sólo demuestra que hay que aprender a razonar bien
en lugar de prescindir del uso correcto de la razón o incluso usarla
perversamente.
Inteligencia práctica
Es la facultad o
capacidad para resolver los problemas de orden operativo que nos salen al paso
en la vida. Es el modelo de inteligencia de los hombres de acción o ejecutivos modernos en los diversos
ámbitos de la vida. También los “manitas” que lo mismo “fríen un huevo que
planchan una corbata”. Los hombres prácticos son más imaginativos que
inteligentes en su trabajo. Ellos ejecutan eficazmente los proyectos que otros
piensan. Hay personas tan prácticas que tienen habilidad para hacer de todo sin
saber por qué ni para qué mientras su trabajo sea bien remunerado. En la
cultura posmoderna los hombres prácticos o
ejecutivos así descritos son los herederos directos de los pragmáticos de otros tiempos que han
terminado desplazando casi por completo de la vida social a los intelectuales
tradicionalmente representados por los filósofos y pensadores. De ahí que el lugar
propio de los intelectuales lo ocupen los ideólogos y los ejecutivos hasta el
extremo de que el pensamiento y la
reflexión en profundidad son actividades
“políticamente incorrectas” condenadas al ámbito de la vida privada.
Inteligencia social
Es el modelo de
inteligencia desplegado por los expertos en relaciones públicas. Casi todas las
grandes instituciones sociales cuentan con expertos en “relaciones públicas”.
Su misión principal consiste en crear y divulgar la buena imagen de la
institución a la que representan. Su slogan preferido es que se hagan las cosas
bien y que se sepa. Estos personajes son sensibles al trato humano como método
eficaz para lograr sus objetivos políticos, comerciales o culturales y tienen
un carisma especial para actuar en el terreno de las relaciones interpersonales
mediante un trato humano agradable y fiable. Los relacionadores públicos
modernos no han de ser confundidos con los “buenos políticos” o “buenos
diplomáticos”, los cuales no consiguen superar la mala opinión que se cierne
sobre ellos. Para los relacionadores públicos el engaño y la mentira son su
enemigo principal. Para los políticos y diplomáticos, en cambio, la verdad y la
sinceridad no son valores necesariamente prioritarios. Los buenos
relacionadores públicos se caracterizan por el perfil humano de su trato con la
gente aunque a veces ello se haga por motivos egoístas.
Inteligencia parlamentaria
Se llama así a la
habilidad dialéctica que ciertas personas manifiestan durante los debates televisados
en directo y más aún en las agudísimas e ingeniosas respuestas de ciertos parlamentarios
a los ataques de sus adversarios políticos. Hay quienes ante las cámaras de
televisión o en el Parlamento activan con gran facilidad sus discursos. Otros,
en cambio, reaccionan genialmente cuando los provocan. Ante la habilidad para
hacer preguntas comprometedoras a sus adversarios y responder a sus argumentos
el público se entusiasma y no duda en atribuir a estas personas una
inteligencia prodigiosa. Con frecuencia el público queda fascinado por la
ingeniosidad de los argumentos y se olvida de la validez o falsedad objetiva de los mismos.
Inteligencia política
Como es sabido,
lo propio de la política es el ejercicio del poder. En consecuencia, los que lo
ejercen tratan por todos los medios de no perderlo y los que están en la oposición
luchan por alcanzarlo. Una vez que estos llegan al poder repiten el mismo juego
de los anteriores haciendo ahora todo lo posible para no perderlo. En este
contexto los políticos inteligentes son aquellos que tienen una especial
habilidad o capacidad para mantenerse en el poder cuando lo tienen, o de
conquistarlo cuando carecen del mismo. En categorías maquiavélicas la
inteligencia política así descrita tiene mucho que ver con la sagacidad y la
astucia humana. La característica más llamativa de la inteligencia política es
el maquiavelismo de aquellos que no tienen reparo en servirse de cualquier
medio para mantenerse en el poder o para escalarlo, aunque ello pueda conducir
a la violencia armada en casos extremos.
Inteligencia analítica y sintética
La inteligencia
analítica es la habilidad o capacidad para analizar las cosas descomponiéndolas
pieza por pieza. Algo así como cuando el relojero desmonta las piezas de un reloj
para examinarlas una por una puntualmente. O como cuando el niño toma el juguete
en sus manos y procede inmediatamente a destruirlo sin saber después cómo
reconstruirlo. Otros, por el contrario, tienen una habilidad especial para
hacer síntesis y resúmenes de las cosas. Hay profesores, por ejemplo, que
tienen una habilidad especial para desarrollar un tema ante sus alumnos
haciendo descripciones minuciosas e interminables y tienen la sensación de que
jamás disponen del tiempo suficiente para desarrollar su programa académico.
Otros, por el contrario, resumen el tema en un esquema sencillo y fácil de
retener en la memoria y proceden a explicarlo con frases cortas y definiciones
precisas. En el primer caso nos hallamos ante personas dotadas de una
inteligencia analítica y en el segundo hablamos de personas con inteligencia
sintética. Obviamente, lo ideal es poseer ambas capacidades y ejercitarlas
bien. El ejercicio unilateral y exclusivo de estas capacidades es siempre
indeseable ya que el conocimiento adecuado de cualquier realidad requiere
analizar antes de sintetizar y sintetizar después de analizar.
Inteligencia discursiva
Se denomina así a
la capacidad para preparar un discurso bien estructurado con lenguaje adecuado,
ideas claras y redacción impecable. Es la inteligencia de esas personas que
redactan discursos importantes para ser leídos por otros, o simplemente para
ser conservados en los archivos. A veces encuentran serias dificultades para
expresarse bien hablando en público pero elaboran crónicas, informes y
discursos escritos con verdadera facilidad y maestría. Por el contrario, hay
personas que se expresan muy bien hablando pero son negadas para escribir eso
mismo que dicen de palabra. El filósofo Zubiri se excusó durante mucho tiempo
de publicar sus obras filosóficas alegando que no sabía escribir. De hecho se
sirvió de un equipo de expertos para publicarlas. Poseía una inteligencia
discursiva oral impresionante muy superior a la que se refleja en sus escritos.
Otra cosa es que en esos discursos tan bien redactados haya un mensaje o
contenido de verdad. El discurso puede estar bien hecho y carecer de contenido
razonable y digno de ser aceptado, o simplemente ser falso en su totalidad. La
facilidad de palabra y la brillantez literaria de un discurso no son garantía segura
de verdad. Por el contrario, detrás de las bellas palabras y los brillantes
discursos puede haber mucha falsedad disfrazada, como veremos después al hablar
de los sofismas y los géneros literarios.
Inteligencia matemática
Es la capacidad
de describir las cosas mediante fórmulas matemáticas y de manejar las estadísticas.
Actualmente es el tipo de inteligencia socialmente más preciado porque sirve
para penetrar a fondo en las realidades materiales para transformarlas en
beneficio social. Todas las investigaciones sobre la materia, desde las
sustancias vivas hasta las piedras, se llevan a cabo mediante estudios estadísticos
y fórmulas matemáticas. El desarrollo material y económico está vinculado
directamente a las matemáticas aplicadas a los diversos sectores de la
realidad. Mientras la inteligencia matemática se aplica a las realidades
materiales cuantificables todo funciona bien. El problema aparece cuando se
pretende reducir a fórmulas y criterios matemáticos las realidades humanas que
trascienden a la materia, como la vida humana propiamente dicha y los valores
transcendentales como son la bondad humana, la libertad, la verdad o el amor.
Hay un orden de realidades que no puede ser encasillado en fórmulas matemáticas,
sólo aptas para la materia. Por ejemplo, los valores de orden moral o
metafísico. Sería ridículo, por ejemplo, tratar de medir o pesar el valor de
una persona en metros o kilos. Esta forma de hablar tiene sentido tratándose de
realidades materiales pero carece de sentido cuando se trata de valores
cualitativos como la verdad, la bondad humana, la belleza, la libertad o el
amor. Una vez más es oportuno recordar que quienes anteponen la inteligencia
matemática a la inteligencia reflexiva están equivocados. Hay personas que
están muy dotadas de inteligencia matemática y se comportan como niños inmaduros
e irresponsables ante los problemas fundamentales de la vida y de la muerte.
Por el contrario, hay otras con un coeficiente de inteligencia matemática limitado
pero poseen un coeficiente de inteligencia reflexiva admirable que les permite
afrontar con éxito los grandes problemas de la vida que trascienden el ámbito
de las realidades cuantificables.
Inteligencia artificial
La expresión “inteligencia artificial” es una metáfora
referida a la forma de moverse de ciertos artefactos imitando mecánicamente acciones
similares a las que realizamos mentalmente las personas. Es el mundo de los robots en el sentido más amplio de la
palabra. Las máquinas no poseen inteligencia pero algunas son fabricadas de tal
forma que al ser puestas en movimiento nos causan la impresión de que se
comportan como si realmente fueran conscientes de lo que están haciendo. Pero
son meros artefactos mecánicos creados por los humanos.
La inteligencia no es de los artefactos sino de las
personas que los fabrican. Un simulador aéreo, por ejemplo, nos coloca en
situaciones similares a las que tienen lugar en la realidad del tráfico
aeronáutico. Pero el aparato se mueve mecánicamente de acuerdo con la
programación que le ha dado el fabricante y el uso que hace del mismo el
piloto. Ni tiene ciencia ni conciencia. Por eso, haga lo que haga, es siempre
una máquina en bruto fabricada y manejada por el hombre. Otro ejemplo admirable
moderno lo tenemos en los ordenadores o computadoras. En los programas hay sólo
lo que nosotros introducimos previamente, como en el frigorífico o despensa no
hay alimentos que los que nosotros hemos previamente introducido. Otra cosa es
que las operaciones del ordenador sean programadas por los fabricantes imitando
el orden de la inteligencia humana, lo cual es realmente admirable. Pero,
insisto, la inteligencia no está en el ordenador sino en las personas que lo
fabrican y utilizan. Igualmente, la inteligencia matemática no está en las
computadoras sino en las personas que las fabrican y utilizan para facilitar
los procesos operativos. Tal ocurre exitosamente en el ámbito de la lingüística
computacional, de la robótica, video juegos y mundo virtual. Nos hallamos ante
máquinas fabricadas de forma que, puestas en marcha, imiten lo más posible los
procesos de la inteligencia humana. La idea de construir una máquina que pueda
ejecutar tareas percibidas como requerimientos de inteligencia humana es un
atractivo fascinante y las operaciones que han sido estudiadas desde este punto
de vista incluyen juegos, traducción y comprensión de idiomas, robótica así
como suministro de asesoría experta en
diversos ámbitos. Es así como, en el intento de crear máquinas capaces de
realizar tareas que son pensadas como propias de la inteligencia humana, se
acuñó el término “inteligencia artificial” en 1956.
Actualmente la
inteligencia artificial es considerada como una disciplina científico-técnica
que trata de crear sistemas artificiales capaces de comportarse de tal forma
que parece que tienen inteligencia como las personas para realizar las mismas
acciones. Otras veces la inteligencia artificial se refiere al estudio de los
mecanismos de la inteligencia y las operaciones que los sustentan. O bien el
intento de reproducir o modelar la manera en que las personas identifican,
estructuran y resuelven problemas prácticos complicados. En cualquier caso se
trata de meras herramientas mecánicas de trabajo fabricadas y manejadas por el
hombre, que es el que tiene la inteligencia en sentido propio y exclusivo. La
inteligencia artificial, insisto, es una expresión metafórica referida al
desarrollo y uso de ordenadores con los que se intenta imitar mecánicamente los
procesos de la inteligencia humana.
Inteligencia
analógica e inteligencia emocional
La primera se refiere a la capacidad intelectual de
conocer la realidad en toda su complejidad. O sea, de aprehender la diversidad
de las cosas en la unidad, y la unidad en la diversidad. Es la inteligencia
científica y metafísica de la realidad bajo el prisma del análisis, la síntesis
y la analogía. La segunda, la inteligencia emocional, se refiere al conjunto de
estrategias o habilidades en el manejo
exitoso de los sentimientos y las emociones para triunfar en la vida y ser
felices. Se reconoce que las emociones son perturbadoras y causa de infelicidad.
Pero no se acepta que hayan de ser gobernadas por la inteligencia. Por el
contrario, lo que se busca es utilizar su energía vital en favor de nuestros
intereses aunque estos no estén de acuerdo con la razón.
Detrás del hábil manejo de las emociones y de los
sentimientos late un voluntarismo a ultranza en el que el uso de la razón queda
subordinado a la voluntad ciega. La estrategia puede resultar exitosa en
función de nuestros intereses, pero si estos no son razonables y justos
aumentará nuestro malestar e infelicidad. Un buen estratega de las emociones
puede llegar a controlar y dinamizar sus impulsos emotivos y los de sus
semejantes para conseguir pingües ganancias en una empresa laboral. Pero ello
no significa haber resuelto el problema de fondo sobre la necesidad de usar
correctamente la razón. Los militares, por ejemplo, celebran las estrategias
adoptadas para ganar las batallas. Pero se olvidan de que las guerras empiezan
allí donde termina el uso de la razón para resolver los problemas como personas
civilizadas. Igualmente los nuevos empresarios pueden tener más éxito económico
jugando hábilmente con los sentimientos y estados emocionales de sus
trabajadores. Pero tal objetivo puede lograrse al margen de los derechos
humanos y de la justicia.
Cuando esto ocurre la inteligencia emocional ha
funcionado, pero no el correcto uso de la razón. En consecuencia, aumenta la
productividad pero no el bienestar y la felicidad interior de las personas. No
hay tirano que no haya controlado y manejado hábilmente los sentimientos
propios y ajenos para triunfar en esta vida a costa de los demás haciendo uso
perverso de la razón. O los sentimientos y las emociones pasan por el filtro de
la recta razón o el remedio puede resultar peor que la enfermedad. De ahí la
conveniencia de insistir en la necesidad de aprender a usar la razón en lugar
de quedarnos en la adquisición de meras habilidades y estrategias inspiradas en
los deseos químicamente puros disparados por la voluntad al margen de la razón.
Inteligencia
instrumental
Es la inteligencia humana como “herramienta”
indispensable sin cuyo uso correcto la vida personal y la convivencia social
está llamada fatalmente al fracaso. La inteligencia es una capacidad única y
exclusiva del ser humano. De ahí que en el uso que hagamos de ella nos jugamos
la felicidad en este mundo y la esperanza en el porvenir. En los comienzos del
siglo XXI esta capacidad o instrumento específicamente humano es la que goza de
menos interés o simpatía. El objeto
principal de este pequeño libro consiste precisamente en destacar su
importancia y la necesidad vital de usar
bien esta “herramienta” propia de la condición humana bajo la
denominación de “uso de la razón”.
7. Inteligencia y uso de la razón
Antes
de seguir adelante conviene hacer algunas precisiones con vistas a establecer
el concepto exacto de la razón y el uso correcto de la misma. El Diccionario de
la Real Academia Española describe seis acepciones del término inteligencia.
Capacidad de entender o comprender. El
profesor de matemáticas, por ejemplo, explica el teorema de Pitágoras y hay
alumnos que lo entienden inmediatamente y otros que necesitan más tiempo o
simplemente no lo entienden o lo entienden a medias. En igualdad de
circunstancias constatamos cómo cada alumno manifiesta su propia capacidad
personal de comprensión o inteligencia del teorema.
Capacidad de resolver problemas. Hay
personas que tienen una capacidad especial para salir adelante exitosamente en
situaciones difíciles. Las hay que incluso disfrutan afrontando esas
situaciones para resolverlas. Ante los problemas se auto-estimulan en lugar de
acobardarse y disfrutan mucho encontrando las mejores soluciones.
Conocimiento,
comprensión, acto de entender. En este sentido la inteligencia no se toma
como capacidad intelectual sino como el conocimiento que tenemos de las cosas y
el acto mismo que nos permite entenderlas. Se dice tener inteligencia de las cosas cuando de hecho las conocemos y
entendemos. Hay personas saben mucho y entienden lo que saben. Otras, por el
contrario, son muy cultas y son capaces de hablar de todo pero con un nivel de
comprensión de lo que dicen muy bajo.
Habilidad, destreza y experiencia. Con
el tiempo y la repetición de actos terminamos adquiriendo una experiencia de
las cosas y de la vida que nos permite actuar con acierto. Hay ancianos, por
ejemplo, que saben más y mejor de la vida y de los asuntos de su profesión por
su larga experiencia que por haber estudiado en los libros. Se dice de ellos
que tienen una inteligencia natural admirable que no necesita de pruebas
académicas.
Trato y correspondencia secreta de dos o más
personas o naciones entre sí. En tal sentido se dice que hay buena
inteligencia entre dos personas o naciones. O sea, que se entienden, para bien
o para mal. En este segundo sentido el término inteligencia tiene un significado peyorativo. Por ejemplo, cuando
se habla de la inteligencia entre
países con regímenes políticos sospechosos o abiertamente indeseables.
Sustancia puramente espiritual. Este es
el sentido estrictamente filosófico del término. La inteligencia se toma ahora
como una potencia del alma humana equivalente al intelecto o razón. Es el
significado que hemos adoptado en este trabajo. Así pues, usaremos
indistintamente la expresión uso de la razón, de la inteligencia o del
intelecto.
En
el lenguaje común lo más normal es considerar la inteligencia como la capacidad
para elegir con libertad lo mejor para nosotros de acuerdo con las diversas
situaciones de la vida, con o sin ayuda de procesos cognoscitivos previos. Esta
capacidad es propia y exclusiva de los seres humanos que nos diferencia
esencialmente de los animales. Los animales, en efecto, no deliberan antes de
actuar, ni actúan y reflexionan después sobre
lo que hacen.
Lo
más natural sería que antes de hablar pensemos lo que vamos a decir. Igualmente,
antes de tomar decisiones con la voluntad lo que procede es consular con la
inteligencia o razón. En la vida real, sin embargo, mucha gente hace las cosas
y después, si salen mal, las piensa. O sea, que se toman decisiones de una
manera automática impulsados por hábitos y costumbres sin pasarlos previamente
por el filtro de la razón. Unos más y otros menos, todos disponemos de un
sistema de hábitos que se activan de manera automática cuando percibimos un
contexto que nos resulta familiar. Pero cuando no obtenemos los resultados
esperados reaccionamos con sorpresa, ira
o ansiedad. Es entonces cuando se activa nuestro sistema cognitivo y nos
paramos a pensar.
Por
lo general, en situaciones normales actuamos de forma automática impulsados por
los hábitos adquiridos y sólo cuando surgen situaciones inesperadas, novedosas
o sorpresivas ponemos en marcha el registro de nuestra capacidad intelectual. Esta
mala costumbre de guiarnos por la inteligencia pre-reflexiva está en la base de
las grandes desgracias personales y sociales de todos los tiempos. Y más aún en
los tiempos actuales cuando el recurso a la reflexión carece socialmente de
interés ni siquiera en el ámbito de la pedagogía intelectual En tiempos pasados
se tenía la impresión de que la función principal de la inteligencia es sólo
conocer para saber. Actualmente se piensa que no es menos importante su función
de dirigir el comportamiento para resolver problemas de la vida cotidiana con eficacia.
Igualmente se pensaba que la inteligencia servía principalmente para resolver los
problemas matemáticos o físicos. Actualmente el concepto de inteligencia abarca
también a la capacidad de resolver problemas que afectan a la felicidad
individual de las personas y a la buena convivencia social.
De
lo cual se deduce que no sólo se considera inteligente el que tiene gran
capacidad intelectual para adquirir conocimientos, analizar problemas y aportar
soluciones sino también al que conoce y sabe ser feliz y hacer felices a los
demás. Es aquello del dicho popular clásico de que “al final de la vida el que
se salva sabe y el que no se salva no sabe nada”. Lo cual pone a la
inteligencia en la perspectiva de la búsqueda del sentido último de la vida,
que es la dimensión paradójicamente menos valorada en la cultura posmoderna. En
cualquier caso se reconoce que la inteligencia es fundamentalmente una
capacidad o facultad abierta al conocimiento y a la felicidad y que los
diversos tipos de inteligencia no son más que aspectos o procesos cognitivos
distintos destacados o predominantes.
En
este tema de la inteligencia humana hay que evitar varios simplismos. Por
ejemplo creer, como ocurrió en la antigüedad, que existe una inteligencia única
con la que pensamos todos como existe un astro solar para ver o una atmósfera
para respirar. De ahí se seguiría que los famosos y discutibles chequeos
pedagógico de inteligencia con vistas a la orientación profesional y
perfeccionamiento de los métodos pedagógicos de enseñanza serían una falta de
respeto a las personas por su carácter discriminatorio. Si todos pensáramos con
el mismo entendimiento, todos deberíamos pensar igual y todas nuestras
opiniones deberían tener el mismo valor. Cosa que no es compatible con la
experiencia de la vida. No. La inteligencia es una facultad personal
intransferible y cada cual pensamos con nuestro propio intelecto personal como
hacemos la digestión con nuestro propio estómago. Por lo mismo, así como no
todos los estómagos digieren igualmente los alimentos, de modo análogo no todos
conocemos y pensamos las cosas uniformemente sino a la medida de la capacidad y
entrenamiento de nuestra inteligencia personal.
Otro
extremo a evitar es el de creer que hay en nosotros tantas inteligencias o
facultades cognoscitivas como tipos o especies de conocimiento. La inteligencia
humana como capacidad o facultad para conocer e interpretar la realidad y dar
sentido a la vida es una y única con una diversidad asombrosa de posibilidades
que se desarrollan mediante la educación y el adiestramiento. Sólo en este
sentido cabe hablar de inteligencias múltiples. Por ejemplo, de inteligencia
lingüística, lógico-matemática, espacial, física y cinestética, musical o interpersonal, según la teoría de Howard Gardner.
En
sentido descriptivo resulta obvio que hay personas mejor dotadas que otras para
hablar y escribir, aprender idiomas, comunicar ideas y lograr objetivos usando
su capacidad lingüística. Otros manifiestan una capacidad especial para el
manejo de los números y de los conceptos abstractos y solución de operaciones
matemáticas muy complejas. Y así sucesivamente. Hay genios de la música, de la
pintura, de las relaciones públicas, de las artes y de las ciencias. Pero cada
una de esas capacidades geniales no equivale a una facultad intelectiva
distinta sino a un aspecto o dimensión destacable de una y única inteligencia
personal. Ni existe un entendimiento o inteligencia en el universo fuera de
nosotros común para todos, ni dentro de cada uno de nosotros existen
inteligencias o facultades múltiples sino una sola personal e intransferible
con posibilidades cuasi-infinitas de expresión.
Por
otra parte se habla de inteligencia, intelecto, razón y uso de la razón. Inteligencia (del latín: intus legere), significa literalmente leer por dentro. De ahí el uso del
término para hablar de personas inteligentes cuando destacan en algún aspecto
del conocimiento humano. A veces se confunde ser inteligente con ser culto, lo
cual es un error. Una persona puede ser muy culta porque está dotada de una
memoria sensitiva prodigiosa y puede hablar de todo lo que ha oído, visto y
leído en los libros. Pero puede darse el caso de que no conozca las cosas en
profundidad sino sólo por las apariencias. Las personas cultas no son
necesariamente inteligentes, ni siquiera en el sentido de saber andar por la
vida sin tropiezos. Ser cultos o eruditos tampoco equivale a ser sabios. La
sabiduría o saber gozoso sólo se adquiere mediante el conocimiento profundo de
las cosas y de los acontecimientos en sus principios y en sus causas. Las
personas verdaderamente inteligentes son aquellas que conocen las cosas por sus
cuatro causas o costados. O sea, por fuera y por dentro, por lo alto y por la bajo.
Cuando en el lenguaje coloquial advertimos a alguien que
estamos dispuestos a decirle “cuatro verdades” sobre algún asunto nos estamos
refiriendo al conocimiento absoluto que creemos tener sobre el mismo. En el
mismo sentido sapiencial y profundo hablaba Buda de “las cuatro verdades” sobre
nuestra existencia dolorosa. Cualquier realidad, para ser conocida a fondo,
necesita ser considerada desde sus cuatro dimensiones o causas constitutivas.
Sólo quienes conocen esas cuatro dimensiones (eficiente, final, material y
formal, en terminología aristotélica) pueden ser considerados como realmente
sabios. Lo que determina el carácter sapiencial de nuestro conocimiento más
allá de la erudición es la inteligencia
o descubrimiento de la dimensión esencial de las cosas. Por ejemplo, una
persona culta puede retener en la memoria sensitiva un arsenal descomunal de
datos históricos o hazañas humanas y al
mismo tiempo ser incapaz de hacer una valoración crítica razonable sobre los
mismos. O ser un matemático que resuelve complicadísimos problemas de física
sobre el papel o la pantalla del ordenador y tener opiniones absurdas sobre los
asuntos más ordinarios de la vida. Ser inteligentes en la vida es algo más que
ser genios u hombres de cultura. Ser verdaderamente inteligentes significa usar
la razón, y no de cualquier forma sino correctamente. Esta es la cuestión. Por
ello me parece necesario hacer la siguiente precisión final de este apartado
sobre inteligencia y uso de la razón
Para evitar confusiones, en esta obra los términos inteligencia, intelecto y razón se
refieren a la potencia o capacidad cognoscitiva suprema del hombre para reflexionar sobre la vida y el mundo que nos
rodea mediante el descubrimiento y conocimiento esencial de sus valores. Es esa
capacidad por la que el hombre fue definido desde los tiempos de Aristóteles
como poseedor de razón o animal racional. El hombre, en efecto, comparte
aspectos comunes con el resto de los seres vivos pero no su dignidad humana,
que radica en su específica condición racional. Por consiguiente, el uso de la
inteligencia, del intelecto, del entendimiento o de la razón constituye la nota
esencial y específica del comportamiento humano por relación al resto de los
seres vivos. Y no de cualquier manera. Se trata de la capacidad o facultad de
pensar y reflexionar sobre las razones últimas de las cosas y de los acontecimientos,
y no como la mera habilidad para manejar los sentimientos y las emociones en
función de nuestros intereses al modo como se entiende la inteligencia
emocional. La inteligencia humana es por su propia naturaleza racional y no
emocional. Esta expresión genera confusión en lugar de ayudar a resolver los
conflictos personales derivados del desarrollo natural o provocado de los
sentimientos y las emociones en la vida de las personas y su repercusión en la
convivencia social.
Cuando hablamos,
pues, de uso de la razón nos estamos refiriendo al ejercicio acertado o
equivocado de la facultad de razonar como propia y exclusiva de los seres
humanos. Nadie nace haciendo uso de la razón. Pero todos, incluidos los
genéticamente deficientes, hemos nacido con la capacidad o facultad de razonar.
Una cosa es la capacidad actual de razonar y otra el ejercicio de esa facultad.
Un piano, por ejemplo, una vez fabricado de acuerdo con las características
propias de este instrumento musical, no deja de ser un piano porque nadie lo
utilice. Hay casas en las que el piano está sólo como objeto de decoración o
recuerdo romántico. De modo análogo, un ser humano es ya racional desde el
momento mismo de la constitución de su código genético individual y sigue
siéndolo hasta su muerte aunque no use la razón. Una cosa es la capacidad
racional impresa en el código genético y otra el desarrollo progresivo y
acertado de la misma.
Por tanto, al
hablar en esta obra del uso de la razón me estoy refiriendo a esta segunda etapa de
ejercicio y despliegue acertado de la inteligencia para resolver felizmente los
problemas de la vida. Las personas humanas somos inteligentes por naturaleza
pero desgraciadamente no todas usan la inteligencia de forma satisfactoria.
Otras la usan mal o nunca. Este es el problema. ¿Cómo hacer comprender a la gente
que hay que usar la razón? ¿Cómo enseñar a usarla correctamente? Como veremos a
continuación, la respuesta a ambas preguntas encuentra grandes dificultades.
Unas derivadas del desarrollo natural de nuestra propia personalidad individual,
y otras del contexto cultural o educativo en el que hemos de vivir.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)