miércoles, 6 de agosto de 2014

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.


CAPÍTULO I




                                     INTRODUCCIÓN

         Usar la razón y ser razonables, ésta es la cuestión. Pero ¿cómo? Este es el problema. Nadie con dos dedos de frente pone en duda que el ser humano está dotado de una facultad natural denominada inteligencia, intelecto o razón. Otra cosa es saber en qué consiste esa facultad, cómo funciona o no funciona y por qué. Tampoco se necesita ser linces para distinguir entre una persona adulta razonable y otra insensata o irresponsable por no usar la razón, por usarla de forma incorrecta o incluso perversa. Para este tipo de discernimientos no se necesita haber realizado estudios especiales. Cuando en lenguaje coloquial, por ejemplo, decimos que “esto tiene mal pelaje”, o que una persona tiene “mala pinta” estamos expresando un juicio de valor por la vía del simple “barrunto” o intuición  muchas veces más certera que por la vía del conocimiento formal. Sin embargo este olfato natural lo poseen también a su modo e incluso más desarrollado muchos animales. Pero la inteligencia humana va más lejos, y en el uso correcto, incorrecto o perverso que hacemos de ella nos jugamos nuestra dignidad como personas y, como consecuencia indirecta, nuestra felicidad.

            La vida cotidiana es un museo de escenas humanas en las que se reflejan de forma contundente los efectos de la falta del uso adecuado de la razón. Sólo algunas escenas como botón de muestra. Por ejemplo, nos encontramos contemplando el espectáculo que tiene lugar en el patio interno de un colegio de niños. Es alucinante. Van y vienen, corren como locos de un lado para otro detrás de la pelota y caen al suelo como bolos, chocan frontalmente y se causan heridas, gritan, lloran y se pelean como soldados enfurecidos en un campo de batalla. Pero no nos olvidemos de las pandillas de adolescentes los fines de semana. Su exuberancia biológica salta a la vista pero ahí está el problema. No hablan con normalidad sino que emiten sonidos desarticulados cargados de pasión. Se dan de puñetazos y se patean hasta que alguno se da por vencido. Observando a estas pandillas de adolescentes fácilmente piensa uno en las luchas a muerte entre los carneros y los sementales de vacas cuando alguna hembra en celo requiere sus servicios. Y todo esto sin hablar de aquellos y aquellas que se dan a la bebida o a la violencia callejera obedeciendo a consignas políticas o raciales. ¿Y qué decir sobre el espectáculo de los acontecimientos deportivos y de los mítines políticos? Tanto los fanáticos del deporte como de la política derivan fácilmente hacia la irracionalidad de la violencia verbal y física cuando su apasionamiento impide el uso normal y sereno de la razón.

            Por otra parte, cuando ya no encontramos calificativos para condenar un acto terrorista o de asesinato entre parejas casadas o simplemente amontonadas, recurrimos a expresiones como: “están locos”, o “han perdido la cabeza”. Es una forma fatalmente resignada de reconocer que ha fallado el uso de la razón y se ha desatado una tormenta de pasión y violencia fuera de todo control humano. Es obvio que en estos casos y tantos otros similares ni los niños, ni los adolescentes ni los adultos usan la razón sino que actúan movidos por la fuerza bruta de los instintos primarios y de los sentimientos de ellos derivados. De ahí la necesidad de la educación para ayudar a madurar y civilizar esos instintos y sentimientos lo mejor posible pasándolos por el filtro de la razón. Toda forma de violencia moral o física entre personas supone que se ha perdido el uso de la razón, o bien que se la usa equivocada o perversamente. De ahí la necesidad de crear instituciones para la educación personal y cívica, para la administración de la justicia y para paliar las consecuencias personales, familiares y sociales de las deficiencias psíquicas de muchas personas.

            Otras veces, sin llegar a esos extremos, se usa la razón  cometiendo errores que después tratamos de rectificar. La vida de cualquier persona normal está trenzada de errores y rectificaciones desde que tenemos uso de razón hasta que lo perdemos con el paso del tiempo y el desgaste natural de la vida. Pero esto no es todo. Lo peor es cuando la inteligencia o razón es usada de forma perversa y maquiavélica para falsear la percepción de la realidad o maltratar consciente y deliberadamente a los demás. La historia de la humanidad es un museo de atrocidades cometidas en nombre de la razón perversamente utilizada. Hechas estas  sugestivas constataciones iniciales cabe añadir algunas matizaciones orientativas para ayudar al lector a entender el mensaje central de la presente obra sobre la necesidad de usar la razón de forma acertada para ser felices y no fracasar en la vida.

            En el capitulo primero se destaca el miedo de mucha gente a pensar y la necesidad de recuperar el gusto por la verdad como ajustamiento o adecuación a la realidad. Lo cual sólo es posible amando la vida en lugar de maltratarla, y usando bien la inteligencia, que es el ingrediente esencial de la condición humana. En el capítulo segundo se pone de manifiesto una dificultad congénita que dificulta el buen uso de la razón desde el momento mismo de nuestra irrupción como individuos  en la existencia. Me refiero al hecho de que la aparición del uso de la razón personal no es contemporánea de la aparición de los instintos primarios de conservación y reproducción. Ni surgen, ni se desarrollan ni fenecen a la par o al mismo tiempo. Por el contrario, aparecen, se desarrollan y fenecen asincrónicamente dando lugar a constantes conflictos entre el impacto emocional de los sentimientos y el uso de la razón. De esta confrontación nacen los conflictos característicos de la adolescencia y juventud. La dificultad se agrava cuando no se llega a un equilibrio bajo la guía sabia de la razón. De la salida acertada o desacertada de este conflicto depende muchas veces el futuro feliz o desgraciado de la mayor parte de los seres humanos.  

            A esa dificultad genética de toda persona para usar bien la razón se suman otras de orden cultural que vienen a complicar el problema. Unas son internas a las personas y otras impuestas por la cultura dominante o heredada. De esas dificultades se da cuenta en el capítulo tercero, en el que cabe destacar el fenómeno del enamoramiento y del resentimiento. Psicológicamente el enamoramiento obnubila y “entontece” la mente, y el resentimiento la daña como un virus venenoso muy difícil de destruir. El enamoramiento entontece la inteligencia y el resentimiento embrutece los sentimientos. Por ello cabe decir sin exagerar que el enamoramiento y el rencor son enemigos naturales de la razón. Sobre este asunto tan sensible hay mucha tela que cortar, sobre todo porque en esta materia hay muchos errores culturalmente asumidos como si fueran verdades indiscutibles. Esos errores son como piedras en las que todo el mundo tropieza fatalmente sin que sea permitido culturalmente removerlas.

            Por otra parte, la cultura humana es, en fin de cuentas, fruto del uso de la inteligencia. En tal sentido el uso de la razón ha oscilado a lo largo de la historia entre glorias y constantes fracasos. Se ha cumplido la ley del péndulo ya que se puede constatar una oscilación permanente entre una tendencia hacia el endiosamiento de la razón y otra hacia su su envilecimiento. Lo mismo se ha identificado la inteligencia humana con Dios que se la ha vilipendiado y despreciado. El hecho de que en varias ocasiones se haya prohibido por decreto el uso de la razón filosófica o teológica, como institución social, es elocuente y de ello se da cuenta de forma muy breve pero sustancial en el capítulo cuarto.

            En el capítulo quinto se afirma el valor universal del sentido común o instinto pre-intelectual con el que todos nacemos para discernir entre el bien y el mal y, por lo mismo, para saber a qué atenernos con vistas a resolver los problemas ordinarios de la existencia. A ese instinto u olfato natural se suma la experiencia de la vida. Pero hay situaciones realmente difíciles y preguntas fundamentales ineludibles para cuya respuesta es muy aconsejable aprender el uso técnico de la razón mediante el estudio de la Lógica racional. En consecuencia, se hacen algunas recomendaciones prácticas que pueden ayudar a superar las dificultades congénitas, concomitantes y culturales que impiden el aprendizaje y uso correcto de la razón.

            En tiempos pasados el uso de la razón fue asociado principalmente al estudio de la filosofía pero en nuestros días este término ha perdido su significado original y es utilizado para significar cualquier baratija de mercadillo callejero con la etiqueta de las ideologías y otras frivolidades presuntamente intelectuales. Como veremos a lo largo de esta obra, la historia de la filosofía refleja muy bien cómo el no uso, el uso equivocado o perverso de la razón da lugar a un drama humano de mucho cuidado. De ahí la necesidad de asociar directamente la filosofía al uso correcto de la razón en todas las etapas de la vida humana superando las frivolidades ideológicas, políticas, financieras, emocionales y culturales dominantes.

CAPITULO I

INTELIGENCIA Y RAZÓN

                 1.  Miedo a pensar
                
                 Mucha gente vive habitualmente bajo el influjo del miedo. Razones no faltan e incluso sobran, y cada uno es libre para administrarlo como mejor le parezca. El miedo, suele decirse, es  libre. Pero no me refiero al miedo coyuntural provocado por los atentados terroristas, las guerras o las catástrofes naturales. Me refiero a la actitud creciente y culturalmente dominante de excluir el uso de la razón como herramienta apropiada para afrontar los problemas esenciales de la vida. Durante el siglo XX se habló del miedo a la libertad. En el siglo XXI se ha impuesto el miedo al uso de la razón. En su lugar intervienen las emociones, los deseos apasionados, los sentimientos y los recuerdos. Sobre todo los sentimientos vengativos camuflados de justicia o en nombre de la memoria histórica. El miedo existencial está en todas partes y se manifiesta de muchas formas.
                      La novedad actual en esta materia consiste en que, consciente y deliberadamente, el uso de la razón carece de reconocimiento social. El pensar, si no está prohibido está por lo menos mal visto en muchos ambientes sociales, incluidos los que otrora se dedicaron profesionalmente al ejercicio de la reflexión. Me refiero a la crisis de las instituciones universitarias dedicadas a la filosofía y la teología actualmente en crisis profunda si no llamadas a desaparecer. Los estoicos definieron la filosofía como una “meditación constante sobre la muerte”. No por masoquismo sino por realismo. La muerte, en efecto, es un hecho cierto e ineludible acompañado de mucho dolor físico y moral, y es inútil engañarnos a nosotros mismos tratando de vivir como si esas situaciones hubieran ya desaparecido o estuvieran llamadas a desaparecer con el progreso científico.  
                     La reflexión serena y equilibrada sobre la vida y la muerte nos ayuda, en efecto, a ser más sensatos y responsables y a disfrutar mejor de la vida que viviendo sólo de emociones y sentimientos a la deriva. Pero actualmente, insisto, esta experiencia no parece tener aceptación social. Al contrario, se trata por todos los medios de apagar la lámpara de la reflexión por miedo a tener que afrontar la realidad y eventualmente vernos en la necesidad de corregir o rectificar formas de pensar y de vivir ajenas a esa realidad. Y no aprendemos la lección ni siquiera cuando visitamos a los enfermos en los hospitales o a los muertos en los tanatorios. De hecho la mayor parte de la gente pasa por estos lugares y momentos cruciales de la existencia sin reflexionar lo más mínimo sobre el significado profundo de la muerte como reverso de la vida. Prefieren mirar hacia otra parte evitando entrar en razones sobre el misterio humano de la vida.
                     Muchos tienen la impresión de que las cosas sólo existen cuando se las piensa. En consecuencia, adoptan como medida de prudencia la actitud de no pensar reflexivamente sobre lo que tienen ante sus ojos. Es justamente lo contrario de lo que hacen las personas razonables que afrontan la realidad de la vida y la muerte sin miedo a tomar las decisiones personales que sean necesarias. Es lo que hacen las personas que usan la razón en todo momento en lugar de desactivarla. En el lenguaje actual se ha puesto de moda la frase: “no te enrolles”. Para no complicarnos la vida se recomienda no pensar. Cualquier cosa menos hacer uso de la razón para descubrir los problemas, afrontarlos reflexivamente y tratar de encontrar para ellos la solución adecuada.
                     El resultado de esta actitud irracional se denomina “pensamiento “light” o débil, por analogía con la cerveza sin alcohol, la coca-cola sin cocaína, la leche desnatada o el café descafeinado. El ser humano se definió siempre por su condición racional frente a los demás seres de la naturaleza. Actualmente, por el contrario, se prefiere definirlo como humanamente “light”, es decir, flojo y desracionalizado. Usar la razón se ha convertido hoy día para mucha gente en algo tan peligroso como el alcohol o la sal para la tensión arterial, la nicotina para los pulmones o el tocino para el colesterol. La prudencia filosófica posmoderna recomienda a lo más un uso “light” de la razón frente a las situaciones críticas de la existencia.  Además de los problemas relacionados directamente con la vida y la muerte personal como eventos normales de la existencia humana, que deberían invitar a la reflexión profunda, hay eventos sociales y acontecimientos naturales que deberían también hacernos pensar más y mejor. Cosa que lamentablemente no ocurre. Al menos de forma socialmente perceptible. Recordemos algunos ejemplos llamativos de gran actualidad.
                     Empecemos por el fenómeno lacerante del terrorismo político y el fanatismo religioso. El terrorismo político ha logrado hacerse valer socialmente como un fenómeno normal. A lo largo de la historia han existido los “terrorismos de Estado” encarnados en las grandes dictaduras como el nazismo o el marxismo, por citar sólo dos ejemplos aterradores recientes. Como alternativa a estas imposturas han surgido los terrorismos “democráticos”, los cuales pervierten los más nobles sentimientos patrióticos hasta el extremo de convertir la “patria” (lugar geográfico y amoroso donde nacemos y crecemos) en un matadero sagrado de conciudadanos aborrecidos. El culto primario e incivilizado al “terruño” termina convirtiendo los sentimientos nacionalistas en una religión de sustitución con sus altares propios y ritos sangrientos. De la democracia, entendida como gobierno del pueblo, se pasa fácilmente a la “terrocracia” o gobierno de los terroristas tanto en el terreno físico como en el político y cultural.          A las diversas formas de terrorismo político se suman los fanatismos religiosos. En Occidente siempre han existido grupos religiosos violentos en el judaísmo, en el cristianismo y en el islam. En nombre de Dios estos grupos justificaron atrocidades humanas absolutamente incompatibles con el sano uso de la razón.           
                     En el contexto judeocristiano las cosas han mejorado algo pero en el islámico han mejorado muy poco y el fanatismo religioso funciona aún hoy día en comunión con el fanatismo político en la mayor parte de los países islámicos. La represión marxista, como no podía ser de otra manera, sólo contribuyó a potenciar el recurso a la violencia como reacción defensiva y reivindicativa. La represión generó el odio y el deseo de venganza en nombre de Dios, que es lo más paradójico e irracional que podía ocurrir. Tanto en la práctica del terrorismo político como religioso lo primero que desaparece es la razonabilidad o correcto uso de la razón, que es sustituida por sentimientos religiosos irracionales e inhumanos. Una vez perdido el control de la razón, o ésta es utilizada para satisfacer los sentimientos violentos en nombre de la “patria” o de Dios, ya podemos echarnos todos a temblar. Las buenas razones ceden su lugar a las grandes pasiones desbordadas, la convivencia social se convierte en un infierno y las ciudades se transforman en tanatorios. Así las cosas, el uso de la razón es fatalmente anulado por el imperio psicológico del miedo.
                     Cabría pensar que los regímenes políticos democráticos actuales estarían a la altura de las circunstancias para potenciar el uso de la razón y de la libertad responsable en la convivencia social. En teoría así debería ser. En la práctica, sin embargo, las cosas no suelen ir en esa dirección. Los que ostentan el poder otorgado por las urnas, una vez que lo alcanzan, se tiene la impresión de que su objetivo principal e irrenunciable es retenerlo a costa del bien común y de la razón. Para lograrlo hacen alianzas con el diablo si es menester. Los que están en la oposición, a su vez, hacen lo mismo para derrocar a los que están en el poder. En esta dinámica el uso de la razón juega un papel meramente instrumental y de esclavitud al servicio de los intereses de los diversos grupos políticos aunque esos intereses sean objetivamente irracionales.
                     Nunca se miente tanto como después de una cacería, durante la guerra y las campañas políticas electorales. Y, sin embargo, la mayor parte de la gente no aprende la lección. El sentimiento de desencanto impide recobrar la fuerza de la razón para subsanar los errores cometidos y se vuelve a tropezar una y otra vez en la misma piedra. Los políticos tienen muy claro que lo suyo es el poder y los filósofos, si es que queda actualmente alguno en funciones digno de tal nombre, olvidan con frecuencia que lo suyo es la verdad, convirtiéndose en ideólogos o manipuladores de ideas al servicio de su amo político o financiero de turno. Esto se aprecia sobre todo en las instituciones legislativas en las que se establecen leyes cada vez más  irracionales e inhumanas.
                     Por otra parte, la política moderna está estrechamente vinculada a la economía. Los políticos necesitan ideólogos que justifiquen racionalmente sus ambiciones de poder, y de economistas eficientes que financien sus proyectos. En otros tiempos se hablaba de la verdad como ideal de vida y tal fue el de los auténticos filósofos. Actualmente no hay más verdad que la “verdad económica”. Esto significa que cuando una forma de vida o de conducta genera dinero, cualquier consideración desfavorable está condenada al fracaso. En consecuencia, las guerras deben fomentarse para que no quiebre la industria armamentística, los experimentos científicos que llevan consigo la destrucción de seres humanos han de ser legalmente protegidos si lo contrario repercute negativamente en las inversiones de dinero llevadas a cabo en el sector. Y así ocurre en casi todo. Se invoca al progreso. Pero nunca a la razón. En nuestro mundo actual “tener razón” es lo mismo que no tener nada. Pero esta situación es muy grave ya que al final de la vida lo único que nos acompaña es el poco o mucho de verdad que hayamos descubierto durante nuestro periplo existencial y el amor o bien que hayamos hecho a los demás. El resto se lo come la tierra.
                     Pero esta mentalidad irracional y malsana no disfrutaría de tan buena salud pública sin la acción psicológicamente imperial de los medios de comunicación. Es cierto que la radio, la televisión e internet y todas las tecnologías de la comunicación social son maravillas de la creación humana que podrían contribuir poderosamente a potenciar el coeficiente de humanidad entre los hombres y los diversos grupos humanos a escala planetaria. Pero es igualmente cierto que, salvo honrosas y a veces heroicas excepciones, están contribuyendo de forma alarmante a la atrofia del uso de la razón. Los estudios sobre este triste fenómeno en niños y adolescentes son cada vez más numerosos y preocupantes. Estos medios de comunicación son la “cátedra” universal abierta al mundo entero durante día y noche de una forma tan espectacular y fascinante que sólo dejan tiempo para ver y oír sin margen para el pensamiento profundo y la reflexión. La mayor parte de la gente piensa y habla, para bien o para mal, sobre lo que oye y ve en los medios de comunicación hasta el extremo de perder la capacidad de pensar y razonar por cuenta propia.
                     Además de caer en la comprensible fascinación que psicológicamente ejercen estos medios, la gente suele creer ingenuamente que todo aquello que no pasa por la tribuna mediática carece de interés o importancia. Se olvida que a la televisión o a la radio, por ejemplo, no se va a resolver problemas sino a presentar espectáculos de todo tipo que sean comercialmente rentables. La verdad profunda de las cosas no interesa a las empresas de la comunicación, ni siquiera cuando se ocupan de las verdades científicas. En el mejor de los casos las empresas de la comunicación son entidades comerciales en las que el espectáculo y el dinero son sus objetivos prioritarios. En casos extremos esas empresas se convierten en aliados del poder político. Así las cosas, la verdad y la razón sólo interesan en la medida en que pueden considerarse como un producto política  o comercialmente ventajoso. O lo que es igual, nada tienen que ver de por sí con el uso correcto de la razón y la búsqueda de la verdad. Las honrosas excepciones que puedan darse confirman la regla.
                     Cabría pensar que la alternativa inmediata ineludible a esta situación es aprender a reflexionar sobre los asuntos más graves de la vida sacando las consecuencias pertinentes para convertir nuestra existencia humana en una experiencia feliz desafiando a las circunstancias adversas, incluidas las que conducen a la muerte. O lo que es igual, se impone el uso correcto de la razón y del sentido común como alternativa urgente. Pero tengo la impresión de que esta convicción es patrimonio de minorías cada vez más selectas sin significado social destacable. De hecho, dentro del panorama actual de la filosofía sólo una honrosa minoría sin relevancia social está convencida de que filosofar es vivir en plenitud nuestra condición humana poniendo a tope los recursos propios de la inteligencia desde una perspectiva sapiencial de la vida y no meramente funcional, emocional, mecánica e intranscendente. Ante este estado de cosas pienso que es necesaria y urgente una vuelta al uso correcto de la razón para que la gente sea más consciente de su dignidad perdida en un momento histórico singular en el que los valores más humanos tienden a desaparecer de los mercados filosóficos en boga. O hacemos filosofía realista de calidad o morimos a manos de los asesinos de la inteligencia y profesionales del miedo a la vida.
                     2.  Necesidad del uso reflexivo de la inteligencia
                     Algunos dirán que el uso de la razón, tal como ha sido presentado por la historia de la filosofía, no es un ejemplo a imitar ni por la conducta personal de muchos de los filósofos del pasado ni por el resultado práctico de sus especulaciones filosóficas en el presente. Lamentablemente esta opinión refleja una parte innegable de verdad. Por ello conviene llamar la atención sobre la necesidad de beldar y cribar el in­menso patrimonio de cultura filosófica, del que la humanidad tiene derecho a exigir una mayor separación de paja, granzas y grano. Me estoy refiriendo a la filosofía académica tal como se ha venido enseñando en las aulas. Por algo la filosofía cultivada en los centros académicos o escolásticos ha terminado desprestigiándose como una actividad propia de quienes viven al margen de la realidad distraídos en especulaciones y peleas dialécticas pintorescas,  si no exóticas e inútiles para la vida. Como reacción surgieron los pensadores irracionales antiacadémicos con lo cual se juntó el hambre con las ganas de comer. De los primeros podría decirse que se pusieron fuera de la realidad y de los segundos fuera de la razón.
                     Antes de seguir adelante conviene recordar que existe una filosofía inseparable de la vida y que la actividad filosófica es una de las formas superiores de expresarnos como seres humanos. Me refiero a esa sabiduría de los ancianos, que saben más por viejos que por ha­ber estudiado en los libros; del primor de los inocen­tes, que saben por instinto natural antes que por oír lecciones escolares; de la experiencia del pastor de ovejas que se compadecía del joven que volvía de la universidad a su localidad rural de ori­gen haciendo y diciendo tonterías en nombre de la erudición y la cultura. Esta sabiduría pre-académica, que brota de la aventura cotidiana del vivir, es la filosofía que nunca muere y por la que popularmente se dice que todos somos en alguna medida filósofos. Filosofar es vivir es vivir con sentido. Filosofar y vivir son términos convertibles en un estado ante­rior a la filosofía como cultura impresa en los libros. A esta filosofía pre-científica y meta-histórica se refiere el refrán popular: primero la vida y después la filo­sofía cultural, que presupone la primacía de esa otra filosofía identificada con el hecho de vivir con dignidad y responsabilidad.
                     Pero, a pesar del comprensible desprestigio de la filosofía académica o escolástica, existe también una filosofía científica como producto de la cultura humana, la cual es igual­mente una necesidad vital de la inteligencia en busca de la razón última de las cosas, del hombre y de la vida. Es el mundo de las ideas y del orden exigido por la razón. Pues bien este es el tipo de filoso­fía condenada a muerte en las universi­dades y centros superiores de enseñanza, en los cuales los verdaderos filósofos escasean al tiempo que proliferan los ideólogos políticos, los sofis­tas y charlatanes de la historia, de la lingüística, y de la información. Actividades todas ellas desconectadas de la verdadera filosofía para ser tratadas con metodología sofista al servicio de la política y de la economía. Por eso, los filósofos de raza son vistos, a lo más, como seres pintorescos, y la filosofía en profundidad como una actividad inútil y ajena a la realidad.
                     Pero digámoslo todo. A pesar de lo dicho y tal vez por ello, se siente por doquier la necesi­dad de tener ideas filosóficas coherentes con la natu­raleza del hombre, sometida a grandes pruebas por la tecnología y las formas modernas de vivir, para llenar positivamente su espíritu vacío de motivaciones y convicciones transcendentes en las cuales poder encontrar el sentido último de la vida y ordenar mejor la convi­vencia humana. Las generaciones jóvenes más sanas sien­ten con verdadero dramatismo la necesidad de aprender a pensar bien, a reflexionar mejor y ordenar sus convicciones. La experiencia enseña que una idea falsa o mal puesta en la cabeza es capaz de trastornar al mundo. Sólo en el acto de reflexionar ordenadamente se revela en plenitud nuestra condición humana. De ahí que la filosofía sea, para unos, puerto de salvación y, para otros, de perdición.
                     Ahora bien, si la filosofía sistemática pura está desprestigiada en los centros superiores de estudios, siendo una necesidad vital de la inteligencia, probablemente es debido en parte a que los sofistas, charlatanes y tecnócratas sustituyen en el quehacer filosófico a los verdaderos filósofos. De hecho, salvo en casos excepcionales y con muchas dificultades administrativas, lo más que se hace es historia de la filosofía como mera información del pasado o para legitimar actitudes políticas o socio­lógicas. Y, por supuesto, para justificar puestos de trabajo. Así las cosas, los profesores de filosofía se limitan a transmitir las opiniones escritas en los libros y a verificar que los alumnos las han memorizado mediante pruebas y exámenes rutinarios sin enseñar a los alumnos a pensar y razonar correctamente sobre los grandes problemas de la vida y la muerte. Pero esto no es lo peor.
                     Lo peor es cuando los profesores de filosofía quieren poner una pica en Flandes y confunden ellos mismos la lógica racional con el verbalismo nominalista implicado en la lógica simbólica. La ética es sacrificada a la política, a la biotecnología y a las finanzas. El de­recho natural es corrompido y reemplazado por el consenso arbitrario de voluntades. El derecho positivo, la sociología y la psicología se estudian sin relación ninguna con la ética humana o la antropología metafísica, que con Manuel Kant quedó prácticamente reducida a cuestiones nogseológicas racionalmente desfondadas. La filosofía de la naturaleza o cosmolo­gía suele reducirse a cuestiones de física abs­tracta vinculadas a las ciencias exactas dependientes de las matemáticas, sin excluir cuestiones  supers­ticiosas a las que siempre fueron propensos los culti­vadores de la química y de la astronomía. De esta forma la filosofía apenas se distingue hoy día del esoterismo y la divagación inútil.
                     3. Desencanto  ante la pérdida del buen uso de la razón
            En mi opinión, compartida por el silencio sapiencial de muchas personas de bien, el pensamiento filosófico con­temporáneo, considerado de una manera global, está “enfermo” por falta del uso correcto de la razón. Como síntomas de esta enfermedad peculiar cabe destacar el alejamiento progresivo de la naturaleza a la que se pretende científicamente dominar; el vacío ontológico o incapacidad para encontrar las razones últimas y defi­nitivas del ser y de la vida; el parasitismo historicis­ta, como si todo hubiera de resolverse desde la histo­ria en categorías temporales y efímeras; el mesianismo cientí­fico, que no tiene más fundamento que la falta de re­flexión metafísica sobre Dios, la vida humana y el sentido del mundo. La verdadera reflexión metafísica es reemplazada por el operacionismo matemático y las estadísticas desde una perspectiva mecánico-cuanticista. De ahí el coeficiente de provi­sionalidad y angustia, de urgencia y precipitación, que no conduce al hombre actual a parte ninguna, si no es al desencanto, que últimamente ha degenerado en una feroz violencia programada a todos los niveles de la vida, incluso desde antes de nacer. El terror social y la falta de respeto a la vida humana se han convertido así en los signos más característicos de nuestro tiempo al encontrar apoyo en leyes cívicas que contemplan la po­sibilidad de destruir la vida ajena ya desde el seno materno.
            En este estado de emergencia histórica los soco­rristas intelectuales del siglo XX acudieron a Carlos Marx, a Kant, Hegel, Freud y Marcuse, a los sociólogos y tecnócratas de las finanzas. Mien­tras tanto los políticos jugaron su propia baza con los aleatorios naipes de la democracia social, del acti­vismo político, del desarme y la coexistencia sobre la base de unas relaciones cada vez más comerciales y me­nos humanas. Por otra parte, la biotecnología y las ciencias biomédicas profetizan la transformación de todos los tipos de relaciones humanas, consideradas secularmente in­violables, desde las técnicas de reproducción humana hasta la inducción de la muerte clínica regulada por las le­yes. Los mismos promotores de los derechos humanos son a veces los mismos que pro­fesan una filosofía de la vida muy discutible cuando no inadmisible.
            El nuevo siglo debería ser más justo con los buenos pensadores, que existen, pero que en el mejor de los casos sólo son considerados como elementos decorativos de la­ sociedad. De hecho sólo la filosofía de los peores llegó a las masas durante la segunda mitad del siglo XX y en las celebracio­nes internacionales de acontecimientos filosóficos prevalecieron casi siempre las ideas de los activistas políticos, sobre todo marxistas, de los charlatanes del neopositivismo lingüístico y de los teóricos de la técnica. Sin olvidar el fantasma del nominalismo y de la sofística y otras degeneraciones medievales repro­ducidas a título de modernidad y progreso en nombre de una ignorancia supina de la historia. Buena parte de los congresos filo­sóficos y de otros acontecimientos académicos por el estilo durante las últimas décadas del siglo XX tuvieron más que ver con la industria del turismo y de la política que con la búsqueda científica de la verdad. Se comprende que tales acontecimientos hayan perdido todo su interés a favor de las nuevas tecnologías aplicadas a la estrategia política y a la bioética en cuyo contexto lo que peor funciona  es el uso correcto de la razón en perjuicio siempre de la vida de los más inocentes, débiles e indefensos. Así las cosas, las grandes esperanzas suscitadas por el descubrimiento del genoma humano y de la Bioética en general se han frustrado con la irrupción de la biotanasia.
     4. ¿Racionalistas o sentimentales?

            La historia del pensamiento filosófico es un exponente colosal del conflicto histórico  entre los que tomaron partido abiertamente a favor de los dictámenes de la razón reprimiendo la vida emocional, y los que optaron por desnudarse de la razón para dejarse llevar ciegamente por la corriente impetuosa de sus sentimientos y emociones. Los historiadores de la filosofía han descrito con todo detalle los extremismos del racionalismo filosófico y del sentimentalismo romántico en lucha permanente. Los racionalistas exaltan la inteligencia y reprimen los sentimientos. Los sentimentales exaltan los sentimientos y desprecian la inteligencia. En ambos extremos late una decepción fundamental frente a los problemas fundamentales de la vida que no aciertan a resolver de forma satisfactoria en la vida práctica. Por otra parte, los psicólogos constatan cómo hay personas con un coeficiente intelectual altísimo que van por la vida de fracaso en fracaso, y otras que triunfan sin demasiados quebraderos de cabeza. Todo esto significa el triunfo de la mediocridad sobre la inteligencia particularmente apreciable en las sociedades democráticas posmodernas.
            Con una circunstancia agravante que yo mismo he podido constatar durante mi experiencia profesional. Hay personas que con la cabeza reconocen sin dificultad que sus desgracias personales son debidas principalmente al desbordamiento habitual de sus emociones. Estas personas están convencidas de que, si usaran la razón antes de hablar o de tomar decisiones importantes, se ahorrarían el calvario de pasarse la vida lamentando sus errores sin encontrar remedio. En el fondo se encuentran a gusto sufriendo y haciendo sufrir a los demás, por lo que no están dispuestas a levantar una paja del suelo para salir de esa situación de círculo vicioso. Hacen cualquier cosa menos activar el ejercicio de la razón. Prefieren seguir sufriendo las consecuencias de los errores que cometen con el sentimiento a razonar antes para evitar seguir incurriendo en ellos en el futuro.
            Por el contrario, hay quienes sienten un desprecio olímpico por los sentimientos propios y ajenos aduciendo razonamientos fríos y descarnados sobre las personas y las cosas. Son gente sin piedad. Este defecto lo he encontrado con mucha frecuencia entre personas que han tomado gusto a la autoridad y al ejercicio del poder militar, político, financiero y religioso. Los que llevan mucho tiempo en el ejercicio del poder corren el riesgo, si no se cuidan, de considerar a las personas que de ellos dependen sólo como piezas útiles para las instituciones de las que forman parte, al margen de sus sentimientos humanos, de sus penas y alegrías. Toda autoridad tiene una propensión natural a sacrificar a las personas en el altar de las instituciones en nombre de la ley, del orden y la supervivencia histórica de dichas instituciones. Como reacción defensiva, también natural, los súbditos tienden a responder con el desacato convulsivo y la anarquía. En ambos extremos la gran perdedora es siempre la razón, y el sufrimiento y la infelicidad el resultado más frecuente.
            Con estas personas resulta muy difícil mantener una conversación razonable y positiva en orden a resolver sus problemas íntimos y de convivencia social. Los que se instalan en sus sentimientos desbordados utilizan diabólicamente la razón para potenciar y justificar sus errores. Y los que se instalan en el desprecio de los sentimientos se sirven de la razón para juzgar a los demás de forma arrogante y prepotente. Los sentimentales tiene miedo a la razón y los racionalistas temen sentirse humillados por los sentimientos. En la historia de la filosofía se habla de intentos de reconciliación entre racionalismo y sentimentalismo pero con éxitos prácticos poco apreciables. En la actualidad se buscan soluciones a este problema en la genética, en los condicionamientos históricos de las culturas y en un nuevo intento de redefinir la inteligencia como mera estrategia psicológica para administrar los sentimientos y las emociones con vistas a triunfar en la vida y lograr mayores cuotas de felicidad. El intento es loable porque pone el dedo en la llaga y busca un tipo de reconciliación entre el racionalismo y el sentimentalismo. El marcusianismo, por ejemplo, fue un intento entre otros al tratar de reconciliar freudismo con marxismo y conocemos sus resultados negativos. Con el freudismo manipulado se llegó a la devaluación actual del amor humano reducido poco más que a categorías brutalmente sexuales. Con el marxismo se llegó al uso más perverso de la razón que jamás se había conocido contra el hombre. La novedad actual consiste en buscar una reconciliación pragmática entre el racionalismo y el sentimentalismo mediante el equilibrio de fuerzas emocionales en un mundo nuevo marcado por la tecnología y la ausencia de valores trascendentes. Los protagonistas de esta nueva aventura son predominantemente psicólogos y psiquiatras con escasa participación de filósofos de casta. Por una parte se reconoce la necesidad de aprender a usar correctamente la razón en la solución de los problemas que producen infelicidad, pero, de hecho, el uso correcto de la razón es sistemáticamente eludido como criterio básico de referencia para acertar en la solución de los problemas concretos de la existencia.  El filósofo Xavier Zubiri hablaba de inteligencia “sentiente” tratando de resolver en profundidad el eterno conflicto entre inteligencia y sensualidad, sensualidad e inteligencia. Pero sus escritos, como otros muchos, sólo son asequibles a una minoría muy selecta de pensadores, tanto por el lenguaje que utiliza como por el planteamiento metafísico del problema. En contrapartida han surgido intentos más pedagógicos destinados a estimular la reflexión y uso correcto de la razón entre las nuevas generaciones. Pero el contexto cultural y social contemporáneo contribuye poderosamente a que esas buenas hierbas emergentes sean sofocadas pronto y se agosten en plena flor.
            Últimamente se prefiere hablar de “inteligencia emocional” y corresponde a Daniel Goleman, psicólogo de profesión, el mérito de haber puesto una vez más de manifiesto el problema sobre la mesa con un lenguaje asequible y cercano a la mayoría de la gente desde una impostación descriptiva y psicológica atractiva. Se comprende que su  “Emotional Intelligence” alcanzara rápidamente un éxito editorial importante convirtiéndose en fuente inagotable de inspiración para organizar la vida personal y educar a los nuevos funcionarios y ejecutivos sociales con vistas a triunfar y no seguir fracasando en la lucha personal y colectiva por la felicidad. Al margen del reducido valor objetivo de la teoría de la inteligencia emocional, es innegable que D. Goleman ha puesto una vez más el dedo en la llaga y viene a confirmar que en el uso correcto o desacertado que hagamos de la inteligencia nos jugamos en buena parte el éxito o fracaso de nuestra vida. De ahí que cualquier esfuerzo por evitar ese fracaso haya de ser acogido con esperanza. Como iremos viendo a lo largo de estas páginas, todo apunta a que es indispensable superar el abuso de la razón y de los sentimientos mediante la razonabilidad basada en el aprendizaje y uso correcto de la razón.
            5. La preocupación actual por la inteligencia
            Con la inteligencia conocemos la realidad de la que formamos parte y se afirma nuestra dignidad humana entre los demás seres de la naturaleza. Por ello se comprende que los estudios sobre la inteligencia estén ahora más que nunca en el punto de mira de la psicología, de la bioética y de la educación. Y por supuesto, en el campo de la filosofía, por más que ésta esté atravesando por una crisis nueva  de gran envergadura. En el pasado se medía la inteligencia humana con la ayuda de tests en los que se trataba de evaluar las capacidades numéricas, lingüísticas o espaciales de cada persona. Pero con este método se ha cometido el error de centrar la atención excesivamente en la solución de problemas técnicos olvidando otras habilidades del ser humano como son la reflexión, la comunicación afectiva o la inteligencia emocional. La teoría últimamente más aceptada es la de la inteligencia múltiple de Howard Gardner, el cual parte de la hipótesis de que no tenemos una sola capacidad mental sino varias: la lógico-matemática, la espacial, la lingüística, la musical, la corporal, la interpersonal y la intra-personal. Por tanto, cuando nos proponemos medir la inteligencia de un sujeto, deberíamos hacerlo basándonos en todas ellas y no sólo en alguna o algunas. Se están intentando generar nuevos tests que midan estas capacidades, pero este es un proceso difícil que todavía está en los inicios. 
            La inteligencia de una persona está formada por un conjunto de variables como la atención, la capacidad de observación, la memoria, el aprendizaje, las habilidades sociales, etc., que le permiten enfrentarse al mundo diariamente. El rendimiento que obtenemos de nuestras actividades diarias depende mucho de la atención que les prestamos así como de la capacidad de concentración que manifestamos en cada momento. Pero hay que tener en cuenta que, para alcanzar un rendimiento adecuado, intervienen muchas otras funciones. Por ejemplo, un estado emocional estable, una buena salud psico-física y un nivel de activación normal.  
            La inteligencia, piensan algunos, es la capacidad de asimilar, guardar, elaborar información y utilizarla para resolver problemas. Sorprendentemente no se menciona la capacidad de razonar y se advierte que también los animales y las computadoras están dotados de esas capacidades. Es la típica definición descriptiva en la que apenas se utiliza la reflexión. Otros, más acertadamente, piensan que el ser humano va más lejos, desarrollando una capacidad de iniciar, dirigir y controlar nuestras operaciones mentales y todas las actividades que manejan información. El hombre reconoce y relaciona muchas cosas sin saber cómo lo hace. Pero tenemos además la capacidad de integrar estas actividades mentales y de hacerlas voluntarias mediante su debido control. Tal ocurre cuando activamos nuestra atención durante los procesos de aprendizaje. En esos momentos ya no nos comportamos con el automatismo de los animales sino que dirigimos voluntariamente nuestro aprendizaje hacia los objetivos por nosotros deseados. La función principal de la inteligencia es conocer y dirigir nuestro comportamiento para resolver problemas personales y sociales de la vida con acierto y eficacia.
            Hasta hace poco tiempo existió una opinión errónea según la cual la inteligencia sólo serve para resolver los problemas de las matemáticas y de la física dejando a un lado las capacidades personales para resolver los problemas que afectan directamente a nuestra felicidad personal y la buena convivencia social. Cuando los cuerpos docentes opinaban sobre las cualidades intelectuales de los estudiantes, a muchos le parecía evidente que la mayor facilidad para el estudio de las matemáticas era la prueba indiscutible de una dotación intelectual superior a la de aquellos que encontraban mayor dificultad. Esta mentalidad llevó a extremos como la división administrativa de los estudios institucionales en ciencias, letras y humanidades. Con lo cual se potenció el prejuicio de que los jóvenes que optaban por el estudio de las humanidades eran aquellos cuyo coeficiente intelectual no daba para el estudio de las ciencias. O dicho en lenguaje coloquial: el estudio de las ciencias es para los listos y el de las humanidades para los menos inteligentes. La sociedad actual ha asumido esta forma de pensar y la ha sancionado promocionando el apoyo económico de los estudios denominados científicos negando prácticamente un estatuto social digno a las instituciones humanísticas. La razón de fondo es que la informática y la tecnología prometen un futuro económicamente rentable mientras que el estudio de las humanidades, como la filosofía, sólo garantiza un futuro a precio de hambre.
            Frente a esta triste situación está la realidad de los hechos. Ya en el siglo XIII Tomás de Aquino pensaba que el estudio de las matemáticas debería realizarse desde la más tierna infancia por una razón muy simple. Porque el nivel del conocimiento matemático, pensaba él, depende más de un tipo de imaginación que de la capacidad intelectual propiamente dicha. Por el contrario, el estudio de los problemas éticos y metafísicos requiere experiencia de la vida y mucha capacidad reflexiva. Por ello, el estudio de las matemáticas puede llevarse a cabo con total éxito desde la más tierna infancia, lo cual no es posible en el campo de la ética o de la metafísica. De hecho hay personas altamente capacitadas para todo aquello que tiene relación directa con las matemáticas y que, al mismo tiempo, son incapaces de hacer un razonamiento correcto en el ámbito intelectual propiamente dicho. Saben hacer operaciones matemáticas complicadísimas con relativa facilidad pero encuentran serias dificultades para razonar correctamente frente a los problemas esenciales del hombre frente la vida y la muerte. Son incapaces de entender nada que no pueda ser tratado mediante un proceso matemático. A esto hay que añadir otro hecho empírico. Hay personas intelectualmente bien dotadas que fracasan en la vida y otras muy mediocres que saben cómo comportarse para triunfar. Esta constatación está en la base de la teoría de la inteligencia emocional como alternativa al fracaso permanente de la inteligencia en la gestión de la felicidad humana en las sociedades modernas avanzadas.

     6. Los tipos de inteligencia

            Entre los temas específicos de la psicología moderna cabe destacar aquellos relacionados con la conciencia, la memoria y el pensamiento. Pero una de las cuestiones estrella se refiere a las cuestiones relacionadas con la inteligencia y nuestro mundo afectivo. La afectividad o impacto emocional se refiere a la capacidad de ser impactados por las circunstancia externas  en las que nos vemos envueltos. Una vez afectados o influenciados por dichas circunstancias (la muerte de un ser querido, la curación inesperada de una enfermedad, la supervivencia en un accidente de tráfico, la simple escucha de una palabra agradable o desagradable) exteriorizamos esos impulsos afectivos mediante sentimientos, emociones y pasiones. Los sentimientos son los embajadores inconfundibles del estado interior de nuestra afectividad.
            En el lenguaje popular tradicional se hablaba de “listos y tontos”, y en los círculos académicos, de “inteligentes y menos inteligentes”. Pero con una particularidad interesante. Como queda dicho, listos o inteligentes eran considerados aquellos que estaban dotados de una memoria sensitiva notable y, sobre todo, de una dotación especial para el estudio de las matemáticas. Actualmente se habla de diversos tipos de inteligencia y la mayor parte de los analistas aceptan sin dificultad que las personas más inteligentes no son necesariamente las mejor dotadas de memoria sensitiva o de capacidad para el estudio de las matemáticas sino aquellas que saben organizarse más sabiamente la vida.
            Como signos de esa sabiduría cabe destacar los siguientes.
            Aprender de la experiencia. Una persona que incurre frecuentemente en un error y no aprende por lo menos a reconocer que tiene que cambiar de conducta, ello puede ser signo de poca inteligencia o que su estado emocional la ha inundado. En el primer caso cabe hablar de personas con escasa o nula dotación intelectual. Son los que nunca aprenden de sus errores. En el segundo caso nos hallamos ante la situación de aquellas personas que no han perdido un ápice de su lucidez mental para discernir en teoría entre lo que es bueno o malo para ellas, pero su estado emocional no les permite llevar a la práctica eso que con la cabeza fría entienden que es lo mejor. Un fumador, por ejemplo, puede estar plenamente convencido de que, en bien suyo y de los demás, debe dejar de fumar, se propone no fumar más y, antes o después, termina aborreciendo esa maligna e indeseable costumbre. Otro, por el contrario, busca argumentos debajo de las piedras para justificar el seguir fumando. En el primer caso el uso de la razón se ha impuesto sobre sentimientos y emociones de mala calidad. En el segundo, en cambio, la razón ha sucumbido al oleaje salvaje de los sentimientos.
            Una persona que es capaz de sobrevivir a los embates de los sentimientos aprendiendo a rectificar los errores cometidos es sin lugar a dudas más inteligente que otra que trata de legitimar con falsas razones sus errores. Las personas realmente inteligentes no son aquellas que más saben o son más cultas, sino aquellas que son capaces de aprender de todo el mundo y de sus propios errores. Las personas inteligentes son conscientes de sus éxitos pero igualmente de sus fracasos. Las personas poco inteligentes, en cambio, sólo ven éxitos en su vida y nunca equivocaciones. Carecen de la capacidad de aprender de la experiencia propia y ajena. Las personas verdaderamente inteligentes convierten la experiencia de la vida en fuente inagotable de sabiduría, incluso las experiencias negativas. Por eso cabe decir que uno de los fallos más notables de la pedagogía de todos los tiempos ha consistido en enseñar casi exclusivamente a hacer las cosas bien, como si no hubiera que aprender a corregir las cosas que fatalmente se habrán de hacer mal. Con la experiencia de la vida la inteligencia sana y bien educada aprende lo mismo de las experiencia positivas como de las negativas. Cuando tal sucede la inteligencia va asociada, no tanto a la cultura o al mero conocimiento científico, sino a la sabiduría como el fruto sazonado y más auténtico de las personas realmente inteligentes y sabias.
            Sentido realista de la vida. Es lo que los psicólogos llaman comportamiento adecuado a la realidad. Me refiero a la capacidad para deducir conclusiones correctas de la experiencia de la vida y aplicarlas adecuadamente al entorno humano en que nos movemos. La persona realmente inteligente vive con ilusión pero no se hace ilusiones de nada. Vive de la realidad pura y dura y no de la engañosa fantasía. Hay personas, por ejemplo, que viven y trabajan de forma desmedida porque dan por supuesto que van a vivir eternamente en este mundo. Asisten a los funerales de conocidos, familiares y amigos. Pero se comportan ante la muerte y hablan de ella como si eso fuera algo que no va con ellas. Estas personas no son realistas. Viven de deseos y emociones y no del uso llano y sencillo de la inteligencia que nos mantiene siempre en el ámbito de la realidad.
            Sentido del tiempo real. Las personas que usan correctamente su inteligencia no piensan que todo pasado o presente fue mejor o peor. Viven el presente sin olvidar del todo el pasado y sin hacerse ilusiones sobre el futuro. El pasado ya no nos pertenece, el futuro es en muchos aspectos imprevisible y el presente es efímero. Hay quienes viven sólo de recuerdos. Otros, en cambio, sólo sueñan con la imaginación en un futuro inexistente. En contrapartida están quienes viven sólo del presente efímero en medio de sorpresas y sobresaltos sin memoria del pasado ni visión de futuro. Las personas que usan bien la inteligencia, por el contrario, saben cómo hacer para aprender de la experiencia del pasado en el presente con visión realista de futuro.
            Vivir de forma inteligentemente correcta equivale a saber estar en este mundo de forma provisional sin añoranzas del pasado ni pretensiones absurdas o imaginarias respecto del futuro. Mediante el uso correcto de la inteligencia aprendemos a vivir y a morir con dignidad y esperanza. Para ello tenemos que actualizar los recuerdos felices del pasado, tener conciencia clara del carácter efímero del presente y entregarnos sin miedo al misterio de nuestro futuro. De ahí que, como ya recordara Aristóteles, del uso correcto o incorrecto que hacemos de la inteligencia depende en buena parte nuestra felicidad en este mundo como seres humanos. La sabiduría popular expresa esta misma idea cuando aconseja que, si hemos de perder algo, que nunca sea la cabeza. Por otra parte, en la vida corriente se dice que una persona es muy inteligente o simplemente que es más inteligente que otra. Esta forma de hablar tiene su fundamento y por ello  me parece oportuno recordar los tipos de inteligencia que más se manejan en los ámbitos de la antropología y que han trascendido al lenguaje corriente de las personas estudiosas. Cabe hablar de los tipos de inteligencia siguientes.
            Inteligencia teórica
            Se denomina así a la capacidad de una persona para abstraer de las cosas particulares y moverse en el ámbito de lo abstracto. Esto lleva consigo la elaboración de conceptos, ideas u opiniones sobre las cosas así como la formulación de juicios y raciocinios. Mediante la abstracción buscamos conocer las razones últimas de las cosas conjugando los elementos comunes que hay en ellas y las diferencias. Nos preguntamos, por ejemplo, qué es el hombre. Si aplicamos la inteligencia teórica correctamente analizando con objetividad los datos biológicos que compartimos las personas con las plantas y los animales, y tomamos conciencia de las diferencias sustanciales que nos distinguen, podemos llegar a conclusiones y razonamientos como estos: el hombre es un ser racional con una dignidad o excelencia entitativa que impide ser tratado como una cosa, una planta o un animal. Si esta conclusión la aplicamos después al campo de la bioética y a la praxis médica, esas diferencias tendrán una orientación práctica distinta que si pensamos que entre la vida de las plantas, de los animales y de las personas no hay diferencia sustancial ninguna sino sólo apreciaciones subjetivas diferentes. Lo propio de la inteligencia teórica es la reflexión sobre los datos empíricos que proporcionan las ciencias particulares y sobre los propios actos del pensamiento. Cuando cultivamos este tipo de inteligencia nos comportamos como intelectuales propiamente dichos. La inteligencia teórica es el modelo propio de los auténticos intelectuales.
            Pero en la cultura posmoderna el concepto de intelectual se ha devaluado en proporción con el desinterés por la búsqueda de las verdades últimas de la vida. De ahí que actualmente cualquier hombre o mujer que goce de popularidad en alguna actividad social sea considerado como intelectual capacitado para opinar con autoridad sobre el cielo y la tierra. Sobre todo si son personas magnificadas por los medios de comunicación social. Pero esto es una depreciación injusta del trabajo intelectual reflexivo propio y exclusivo de la naturaleza humana. A muchos intelectuales se les ha tildado con razón de alejarse de la realidad y perderse en especulaciones sin sentido práctico de la vida. Pero esto sólo demuestra que hay que aprender a razonar bien en lugar de prescindir del uso correcto de la razón o incluso usarla perversamente.
            Inteligencia práctica
            Es la facultad o capacidad para resolver los problemas de orden operativo que nos salen al paso en la vida. Es el modelo de inteligencia de los hombres de acción o ejecutivos modernos en los diversos ámbitos de la vida. También los “manitas” que lo mismo “fríen un huevo que planchan una corbata”. Los hombres prácticos son más imaginativos que inteligentes en su trabajo. Ellos ejecutan eficazmente los proyectos que otros piensan. Hay personas tan prácticas que tienen habilidad para hacer de todo sin saber por qué ni para qué mientras su trabajo sea bien remunerado. En la cultura posmoderna los hombres prácticos o ejecutivos así descritos son los herederos directos de los pragmáticos de otros tiempos que han terminado desplazando casi por completo de la vida social a los intelectuales tradicionalmente representados por los filósofos y pensadores. De ahí que el lugar propio de los intelectuales lo ocupen los ideólogos y los ejecutivos hasta el extremo de que  el pensamiento y la reflexión en profundidad son actividades  “políticamente incorrectas” condenadas al ámbito de la vida privada.
            Inteligencia social
            Es el modelo de inteligencia desplegado por los expertos en relaciones públicas. Casi todas las grandes instituciones sociales cuentan con expertos en “relaciones públicas”. Su misión principal consiste en crear y divulgar la buena imagen de la institución a la que representan. Su slogan preferido es que se hagan las cosas bien y que se sepa. Estos personajes son sensibles al trato humano como método eficaz para lograr sus objetivos políticos, comerciales o culturales y tienen un carisma especial para actuar en el terreno de las relaciones interpersonales mediante un trato humano agradable y fiable. Los relacionadores públicos modernos no han de ser confundidos con los “buenos políticos” o “buenos diplomáticos”, los cuales no consiguen superar la mala opinión que se cierne sobre ellos. Para los relacionadores públicos el engaño y la mentira son su enemigo principal. Para los políticos y diplomáticos, en cambio, la verdad y la sinceridad no son valores necesariamente prioritarios. Los buenos relacionadores públicos se caracterizan por el perfil humano de su trato con la gente aunque a veces ello se haga por motivos egoístas.
            Inteligencia parlamentaria
            Se llama así a la habilidad dialéctica que ciertas personas manifiestan durante los debates televisados en directo y más aún en las agudísimas e ingeniosas respuestas de ciertos parlamentarios a los ataques de sus adversarios políticos. Hay quienes ante las cámaras de televisión o en el Parlamento activan con gran facilidad sus discursos. Otros, en cambio, reaccionan genialmente cuando los provocan. Ante la habilidad para hacer preguntas comprometedoras a sus adversarios y responder a sus argumentos el público se entusiasma y no duda en atribuir a estas personas una inteligencia prodigiosa. Con frecuencia el público queda fascinado por la ingeniosidad de los argumentos y se olvida de la validez  o falsedad objetiva de los mismos.
            Inteligencia política
            Como es sabido, lo propio de la política es el ejercicio del poder. En consecuencia, los que lo ejercen tratan por todos los medios de no perderlo y los que están en la oposición luchan por alcanzarlo. Una vez que estos llegan al poder repiten el mismo juego de los anteriores haciendo ahora todo lo posible para no perderlo. En este contexto los políticos inteligentes son aquellos que tienen una especial habilidad o capacidad para mantenerse en el poder cuando lo tienen, o de conquistarlo cuando carecen del mismo. En categorías maquiavélicas la inteligencia política así descrita tiene mucho que ver con la sagacidad y la astucia humana. La característica más llamativa de la inteligencia política es el maquiavelismo de aquellos que no tienen reparo en servirse de cualquier medio para mantenerse en el poder o para escalarlo, aunque ello pueda conducir a la violencia armada en casos extremos.
            Inteligencia analítica y sintética
            La inteligencia analítica es la habilidad o capacidad para analizar las cosas descomponiéndolas pieza por pieza. Algo así como cuando el relojero desmonta las piezas de un reloj para examinarlas una por una puntualmente. O como cuando el niño toma el juguete en sus manos y procede inmediatamente a destruirlo sin saber después cómo reconstruirlo. Otros, por el contrario, tienen una habilidad especial para hacer síntesis y resúmenes de las cosas. Hay profesores, por ejemplo, que tienen una habilidad especial para desarrollar un tema ante sus alumnos haciendo descripciones minuciosas e interminables y tienen la sensación de que jamás disponen del tiempo suficiente para desarrollar su programa académico. Otros, por el contrario, resumen el tema en un esquema sencillo y fácil de retener en la memoria y proceden a explicarlo con frases cortas y definiciones precisas. En el primer caso nos hallamos ante personas dotadas de una inteligencia analítica y en el segundo hablamos de personas con inteligencia sintética. Obviamente, lo ideal es poseer ambas capacidades y ejercitarlas bien. El ejercicio unilateral y exclusivo de estas capacidades es siempre indeseable ya que el conocimiento adecuado de cualquier realidad requiere analizar antes de sintetizar y sintetizar después de analizar.
            Inteligencia discursiva
            Se denomina así a la capacidad para preparar un discurso bien estructurado con lenguaje adecuado, ideas claras y redacción impecable. Es la inteligencia de esas personas que redactan discursos importantes para ser leídos por otros, o simplemente para ser conservados en los archivos. A veces encuentran serias dificultades para expresarse bien hablando en público pero elaboran crónicas, informes y discursos escritos con verdadera facilidad y maestría. Por el contrario, hay personas que se expresan muy bien hablando pero son negadas para escribir eso mismo que dicen de palabra. El filósofo Zubiri se excusó durante mucho tiempo de publicar sus obras filosóficas alegando que no sabía escribir. De hecho se sirvió de un equipo de expertos para publicarlas. Poseía una inteligencia discursiva oral impresionante muy superior a la que se refleja en sus escritos. Otra cosa es que en esos discursos tan bien redactados haya un mensaje o contenido de verdad. El discurso puede estar bien hecho y carecer de contenido razonable y digno de ser aceptado, o simplemente ser falso en su totalidad. La facilidad de palabra y la brillantez literaria de un discurso no son garantía segura de verdad. Por el contrario, detrás de las bellas palabras y los brillantes discursos puede haber mucha falsedad disfrazada, como veremos después al hablar de los sofismas y los géneros literarios.
            Inteligencia matemática
            Es la capacidad de describir las cosas mediante fórmulas matemáticas y de manejar las estadísticas. Actualmente es el tipo de inteligencia socialmente más preciado porque sirve para penetrar a fondo en las realidades materiales para transformarlas en beneficio social. Todas las investigaciones sobre la materia, desde las sustancias vivas hasta las piedras, se llevan a cabo mediante estudios estadísticos y fórmulas matemáticas. El desarrollo material y económico está vinculado directamente a las matemáticas aplicadas a los diversos sectores de la realidad. Mientras la inteligencia matemática se aplica a las realidades materiales cuantificables todo funciona bien. El problema aparece cuando se pretende reducir a fórmulas y criterios matemáticos las realidades humanas que trascienden a la materia, como la vida humana propiamente dicha y los valores transcendentales como son la bondad humana, la libertad, la verdad o el amor. Hay un orden de realidades que no puede ser encasillado en fórmulas matemáticas, sólo aptas para la materia. Por ejemplo, los valores de orden moral o metafísico. Sería ridículo, por ejemplo, tratar de medir o pesar el valor de una persona en metros o kilos. Esta forma de hablar tiene sentido tratándose de realidades materiales pero carece de sentido cuando se trata de valores cualitativos como la verdad, la bondad humana, la belleza, la libertad o el amor. Una vez más es oportuno recordar que quienes anteponen la inteligencia matemática a la inteligencia reflexiva están equivocados. Hay personas que están muy dotadas de inteligencia matemática y se comportan como niños inmaduros e irresponsables ante los problemas fundamentales de la vida y de la muerte. Por el contrario, hay otras con un coeficiente de inteligencia matemática limitado pero poseen un coeficiente de inteligencia reflexiva admirable que les permite afrontar con éxito los grandes problemas de la vida que trascienden el ámbito de las realidades cuantificables.
            Inteligencia artificial
            La expresión “inteligencia artificial” es una metáfora referida a la forma de moverse de ciertos artefactos imitando mecánicamente acciones similares a las que realizamos mentalmente las personas. Es el mundo de los robots en el sentido más amplio de la palabra. Las máquinas no poseen inteligencia pero algunas son fabricadas de tal forma que al ser puestas en movimiento nos causan la impresión de que se comportan como si realmente fueran conscientes de lo que están haciendo. Pero son meros artefactos mecánicos creados por los humanos.
            La inteligencia no es de los artefactos sino de las personas que los fabrican. Un simulador aéreo, por ejemplo, nos coloca en situaciones similares a las que tienen lugar en la realidad del tráfico aeronáutico. Pero el aparato se mueve mecánicamente de acuerdo con la programación que le ha dado el fabricante y el uso que hace del mismo el piloto. Ni tiene ciencia ni conciencia. Por eso, haga lo que haga, es siempre una máquina en bruto fabricada y manejada por el hombre. Otro ejemplo admirable moderno lo tenemos en los ordenadores o computadoras. En los programas hay sólo lo que nosotros introducimos previamente, como en el frigorífico o despensa no hay alimentos que los que nosotros hemos previamente introducido. Otra cosa es que las operaciones del ordenador sean programadas por los fabricantes imitando el orden de la inteligencia humana, lo cual es realmente admirable. Pero, insisto, la inteligencia no está en el ordenador sino en las personas que lo fabrican y utilizan. Igualmente, la inteligencia matemática no está en las computadoras sino en las personas que las fabrican y utilizan para facilitar los procesos operativos. Tal ocurre exitosamente en el ámbito de la lingüística computacional, de la robótica, video juegos y mundo virtual. Nos hallamos ante máquinas fabricadas de forma que, puestas en marcha, imiten lo más posible los procesos de la inteligencia humana. La idea de construir una máquina que pueda ejecutar tareas percibidas como requerimientos de inteligencia humana es un atractivo fascinante y las operaciones que han sido estudiadas desde este punto de vista incluyen juegos, traducción y comprensión de idiomas, robótica así como  suministro de asesoría experta en diversos ámbitos. Es así como, en el intento de crear máquinas capaces de realizar tareas que son pensadas como propias de la inteligencia humana, se acuñó el término “inteligencia artificial” en 1956.
            Actualmente la inteligencia artificial es considerada como una disciplina científico-técnica que trata de crear sistemas artificiales capaces de comportarse de tal forma que parece que tienen inteligencia como las personas para realizar las mismas acciones. Otras veces la inteligencia artificial se refiere al estudio de los mecanismos de la inteligencia y las operaciones que los sustentan. O bien el intento de reproducir o modelar la manera en que las personas identifican, estructuran y resuelven problemas prácticos complicados. En cualquier caso se trata de meras herramientas mecánicas de trabajo fabricadas y manejadas por el hombre, que es el que tiene la inteligencia en sentido propio y exclusivo. La inteligencia artificial, insisto, es una expresión metafórica referida al desarrollo y uso de ordenadores con los que se intenta imitar mecánicamente los procesos de la inteligencia humana.
             Inteligencia analógica e inteligencia emocional
            La primera se refiere a la capacidad intelectual de conocer la realidad en toda su complejidad. O sea, de aprehender la diversidad de las cosas en la unidad, y la unidad en la diversidad. Es la inteligencia científica y metafísica de la realidad bajo el prisma del análisis, la síntesis y la analogía. La segunda, la inteligencia emocional, se refiere al conjunto de estrategias o habilidades en el  manejo exitoso de los sentimientos y las emociones para triunfar en la vida y ser felices. Se reconoce que las emociones son perturbadoras y causa de infelicidad. Pero no se acepta que hayan de ser gobernadas por la inteligencia. Por el contrario, lo que se busca es utilizar su energía vital en favor de nuestros intereses aunque estos no estén de acuerdo con la razón.
            Detrás del hábil manejo de las emociones y de los sentimientos late un voluntarismo a ultranza en el que el uso de la razón queda subordinado a la voluntad ciega. La estrategia puede resultar exitosa en función de nuestros intereses, pero si estos no son razonables y justos aumentará nuestro malestar e infelicidad. Un buen estratega de las emociones puede llegar a controlar y dinamizar sus impulsos emotivos y los de sus semejantes para conseguir pingües ganancias en una empresa laboral. Pero ello no significa haber resuelto el problema de fondo sobre la necesidad de usar correctamente la razón. Los militares, por ejemplo, celebran las estrategias adoptadas para ganar las batallas. Pero se olvidan de que las guerras empiezan allí donde termina el uso de la razón para resolver los problemas como personas civilizadas. Igualmente los nuevos empresarios pueden tener más éxito económico jugando hábilmente con los sentimientos y estados emocionales de sus trabajadores. Pero tal objetivo puede lograrse al margen de los derechos humanos y de la justicia.
            Cuando esto ocurre la inteligencia emocional ha funcionado, pero no el correcto uso de la razón. En consecuencia, aumenta la productividad pero no el bienestar y la felicidad interior de las personas. No hay tirano que no haya controlado y manejado hábilmente los sentimientos propios y ajenos para triunfar en esta vida a costa de los demás haciendo uso perverso de la razón. O los sentimientos y las emociones pasan por el filtro de la recta razón o el remedio puede resultar peor que la enfermedad. De ahí la conveniencia de insistir en la necesidad de aprender a usar la razón en lugar de quedarnos en la adquisición de meras habilidades y estrategias inspiradas en los deseos químicamente puros disparados por la voluntad al margen de la razón.
            Inteligencia instrumental
            Es la inteligencia humana como “herramienta” indispensable sin cuyo uso correcto la vida personal y la convivencia social está llamada fatalmente al fracaso. La inteligencia es una capacidad única y exclusiva del ser humano. De ahí que en el uso que hagamos de ella nos jugamos la felicidad en este mundo y la esperanza en el porvenir. En los comienzos del siglo XXI esta capacidad o instrumento específicamente humano es la que goza de menos interés  o simpatía. El objeto principal de este pequeño libro consiste precisamente en destacar su importancia y la necesidad vital de usar  bien esta “herramienta” propia de la condición humana bajo la denominación de “uso de la razón”.

    
     7. Inteligencia y uso de la razón        
    
                  Antes de seguir adelante conviene hacer algunas precisiones con vistas a establecer el concepto exacto de la razón y el uso correcto de la misma. El Diccionario de la Real Academia Española describe seis acepciones del término inteligencia.
                  Capacidad de entender o comprender. El profesor de matemáticas, por ejemplo, explica el teorema de Pitágoras y hay alumnos que lo entienden inmediatamente y otros que necesitan más tiempo o simplemente no lo entienden o lo entienden a medias. En igualdad de circunstancias constatamos cómo cada alumno manifiesta su propia capacidad personal de comprensión o inteligencia del teorema.
                  Capacidad de resolver problemas. Hay personas que tienen una capacidad especial para salir adelante exitosamente en situaciones difíciles. Las hay que incluso disfrutan afrontando esas situaciones para resolverlas. Ante los problemas se auto-estimulan en lugar de acobardarse y disfrutan mucho encontrando las mejores soluciones.
                   Conocimiento, comprensión, acto de entender. En este sentido la inteligencia no se toma como capacidad intelectual sino como el conocimiento que tenemos de las cosas y el acto mismo que nos permite entenderlas. Se dice tener inteligencia de las cosas cuando de hecho las conocemos y entendemos. Hay personas saben mucho y entienden lo que saben. Otras, por el contrario, son muy cultas y son capaces de hablar de todo pero con un nivel de comprensión de lo que dicen muy bajo.
                  Habilidad, destreza y experiencia. Con el tiempo y la repetición de actos terminamos adquiriendo una experiencia de las cosas y de la vida que nos permite actuar con acierto. Hay ancianos, por ejemplo, que saben más y mejor de la vida y de los asuntos de su profesión por su larga experiencia que por haber estudiado en los libros. Se dice de ellos que tienen una inteligencia natural admirable que no necesita de pruebas académicas.
                  Trato y correspondencia secreta de dos o más personas o naciones entre sí. En tal sentido se dice que hay buena inteligencia entre dos personas o naciones. O sea, que se entienden, para bien o para mal. En este segundo sentido el término inteligencia tiene un significado peyorativo. Por ejemplo, cuando se habla de la inteligencia entre países con regímenes políticos sospechosos o abiertamente indeseables.
                  Sustancia puramente espiritual. Este es el sentido estrictamente filosófico del término. La inteligencia se toma ahora como una potencia del alma humana equivalente al intelecto o razón. Es el significado que hemos adoptado en este trabajo. Así pues, usaremos indistintamente la expresión uso de la razón, de la inteligencia o del intelecto. 
                  En el lenguaje común lo más normal es considerar la inteligencia como la capacidad para elegir con libertad lo mejor para nosotros de acuerdo con las diversas situaciones de la vida, con o sin ayuda de procesos cognoscitivos previos. Esta capacidad es propia y exclusiva de los seres humanos que nos diferencia esencialmente de los animales. Los animales, en efecto, no deliberan antes de actuar, ni actúan y  reflexionan después sobre lo que hacen.
                  Lo más natural sería que antes de hablar pensemos lo que vamos a decir. Igualmente, antes de tomar decisiones con la voluntad lo que procede es consular con la inteligencia o razón. En la vida real, sin embargo, mucha gente hace las cosas y después, si salen mal, las piensa. O sea, que se toman decisiones de una manera automática impulsados por hábitos y costumbres sin pasarlos previamente por el filtro de la razón. Unos más y otros menos, todos disponemos de un sistema de hábitos que se activan de manera automática cuando percibimos un contexto que nos resulta familiar. Pero cuando no obtenemos los resultados esperados reaccionamos  con sorpresa, ira o ansiedad. Es entonces cuando se activa nuestro sistema cognitivo y nos paramos a pensar.
                  Por lo general, en situaciones normales actuamos de forma automática impulsados por los hábitos adquiridos y sólo cuando surgen situaciones inesperadas, novedosas o sorpresivas ponemos en marcha el registro de nuestra capacidad intelectual. Esta mala costumbre de guiarnos por la inteligencia pre-reflexiva está en la base de las grandes desgracias personales y sociales de todos los tiempos. Y más aún en los tiempos actuales cuando el recurso a la reflexión carece socialmente de interés ni siquiera en el ámbito de la pedagogía intelectual En tiempos pasados se tenía la impresión de que la función principal de la inteligencia es sólo conocer para saber. Actualmente se piensa que no es menos importante su función de dirigir el comportamiento para resolver problemas de la vida cotidiana con eficacia. Igualmente se pensaba que la inteligencia servía principalmente para resolver los problemas matemáticos o físicos. Actualmente el concepto de inteligencia abarca también a la capacidad de resolver problemas que afectan a la felicidad individual de las personas y a la buena convivencia social.
                  De lo cual se deduce que no sólo se considera inteligente el que tiene gran capacidad intelectual para adquirir conocimientos, analizar problemas y aportar soluciones sino también al que conoce y sabe ser feliz y hacer felices a los demás. Es aquello del dicho popular clásico de que “al final de la vida el que se salva sabe y el que no se salva no sabe nada”. Lo cual pone a la inteligencia en la perspectiva de la búsqueda del sentido último de la vida, que es la dimensión paradójicamente menos valorada en la cultura posmoderna. En cualquier caso se reconoce que la inteligencia es fundamentalmente una capacidad o facultad abierta al conocimiento y a la felicidad y que los diversos tipos de inteligencia no son más que aspectos o procesos cognitivos distintos destacados o predominantes.
                  En este tema de la inteligencia humana hay que evitar varios simplismos. Por ejemplo creer, como ocurrió en la antigüedad, que existe una inteligencia única con la que pensamos todos como existe un astro solar para ver o una atmósfera para respirar. De ahí se seguiría que los famosos y discutibles chequeos pedagógico de inteligencia con vistas a la orientación profesional y perfeccionamiento de los métodos pedagógicos de enseñanza serían una falta de respeto a las personas por su carácter discriminatorio. Si todos pensáramos con el mismo entendimiento, todos deberíamos pensar igual y todas nuestras opiniones deberían tener el mismo valor. Cosa que no es compatible con la experiencia de la vida. No. La inteligencia es una facultad personal intransferible y cada cual pensamos con nuestro propio intelecto personal como hacemos la digestión con nuestro propio estómago. Por lo mismo, así como no todos los estómagos digieren igualmente los alimentos, de modo análogo no todos conocemos y pensamos las cosas uniformemente sino a la medida de la capacidad y entrenamiento de nuestra inteligencia personal.
                  Otro extremo a evitar es el de creer que hay en nosotros tantas inteligencias o facultades cognoscitivas como tipos o especies de conocimiento. La inteligencia humana como capacidad o facultad para conocer e interpretar la realidad y dar sentido a la vida es una y única con una diversidad asombrosa de posibilidades que se desarrollan mediante la educación y el adiestramiento. Sólo en este sentido cabe hablar de inteligencias múltiples. Por ejemplo, de inteligencia lingüística, lógico-matemática, espacial, física y cinestética, musical o interpersonal, según la teoría de  Howard Gardner.
                  En sentido descriptivo resulta obvio que hay personas mejor dotadas que otras para hablar y escribir, aprender idiomas, comunicar ideas y lograr objetivos usando su capacidad lingüística. Otros manifiestan una capacidad especial para el manejo de los números y de los conceptos abstractos y solución de operaciones matemáticas muy complejas. Y así sucesivamente. Hay genios de la música, de la pintura, de las relaciones públicas, de las artes y de las ciencias. Pero cada una de esas capacidades geniales no equivale a una facultad intelectiva distinta sino a un aspecto o dimensión destacable de una y única inteligencia personal. Ni existe un entendimiento o inteligencia en el universo fuera de nosotros común para todos, ni dentro de cada uno de nosotros existen inteligencias o facultades múltiples sino una sola personal e intransferible con posibilidades cuasi-infinitas de expresión.
                  Por otra parte se habla de inteligencia, intelecto, razón y uso de la razón. Inteligencia (del latín: intus legere), significa literalmente leer por dentro. De ahí el uso del término para hablar de personas inteligentes cuando destacan en algún aspecto del conocimiento humano. A veces se confunde ser inteligente con ser culto, lo cual es un error. Una persona puede ser muy culta porque está dotada de una memoria sensitiva prodigiosa y puede hablar de todo lo que ha oído, visto y leído en los libros. Pero puede darse el caso de que no conozca las cosas en profundidad sino sólo por las apariencias. Las personas cultas no son necesariamente inteligentes, ni siquiera en el sentido de saber andar por la vida sin tropiezos. Ser cultos o eruditos tampoco equivale a ser sabios. La sabiduría o saber gozoso sólo se adquiere mediante el conocimiento profundo de las cosas y de los acontecimientos en sus principios y en sus causas. Las personas verdaderamente inteligentes son aquellas que conocen las cosas por sus cuatro causas o costados. O sea, por fuera y por dentro,  por lo alto y por la bajo.
            Cuando en el lenguaje coloquial advertimos a alguien que estamos dispuestos a decirle “cuatro verdades” sobre algún asunto nos estamos refiriendo al conocimiento absoluto que creemos tener sobre el mismo. En el mismo sentido sapiencial y profundo hablaba Buda de “las cuatro verdades” sobre nuestra existencia dolorosa. Cualquier realidad, para ser conocida a fondo, necesita ser considerada desde sus cuatro dimensiones o causas constitutivas. Sólo quienes conocen esas cuatro dimensiones (eficiente, final, material y formal, en terminología aristotélica) pueden ser considerados como realmente sabios. Lo que determina el carácter sapiencial de nuestro conocimiento más allá de la erudición es la inteligencia o descubrimiento de la dimensión esencial de las cosas. Por ejemplo, una persona culta puede retener en la memoria sensitiva un arsenal descomunal de datos históricos o hazañas humanas y  al mismo tiempo ser incapaz de hacer una valoración crítica razonable sobre los mismos. O ser un matemático que resuelve complicadísimos problemas de física sobre el papel o la pantalla del ordenador y tener opiniones absurdas sobre los asuntos más ordinarios de la vida. Ser inteligentes en la vida es algo más que ser genios u hombres de cultura. Ser verdaderamente inteligentes significa usar la razón, y no de cualquier forma sino correctamente. Esta es la cuestión. Por ello me parece necesario hacer la siguiente precisión final de este apartado sobre inteligencia y uso de la razón
            Para evitar confusiones, en esta obra los términos inteligencia, intelecto y razón se refieren a la potencia o capacidad cognoscitiva suprema del hombre para  reflexionar sobre la vida y el mundo que nos rodea mediante el descubrimiento y conocimiento esencial de sus valores. Es esa capacidad por la que el hombre fue definido desde los tiempos de Aristóteles como poseedor de razón o animal  racional. El hombre, en efecto, comparte aspectos comunes con el resto de los seres vivos pero no su dignidad humana, que radica en su específica condición racional. Por consiguiente, el uso de la inteligencia, del intelecto, del entendimiento o de la razón constituye la nota esencial y específica del comportamiento humano por relación al resto de los seres vivos. Y no de cualquier manera. Se trata de la capacidad o facultad de pensar y reflexionar sobre las razones últimas de las cosas y de los acontecimientos, y no como la mera habilidad para manejar los sentimientos y las emociones en función de nuestros intereses al modo como se entiende la inteligencia emocional. La inteligencia humana es por su propia naturaleza racional y no emocional. Esta expresión genera confusión en lugar de ayudar a resolver los conflictos personales derivados del desarrollo natural o provocado de los sentimientos y las emociones en la vida de las personas y su repercusión en la convivencia social.
            Cuando hablamos, pues, de uso de la razón  nos estamos refiriendo al ejercicio acertado o equivocado de la facultad de razonar como propia y exclusiva de los seres humanos. Nadie nace haciendo uso de la razón. Pero todos, incluidos los genéticamente deficientes, hemos nacido con la capacidad o facultad de razonar. Una cosa es la capacidad actual de razonar y otra el ejercicio de esa facultad. Un piano, por ejemplo, una vez fabricado de acuerdo con las características propias de este instrumento musical, no deja de ser un piano porque nadie lo utilice. Hay casas en las que el piano está sólo como objeto de decoración o recuerdo romántico. De modo análogo, un ser humano es ya racional desde el momento mismo de la constitución de su código genético individual y sigue siéndolo hasta su muerte aunque no use la razón. Una cosa es la capacidad racional impresa en el código genético y otra el desarrollo progresivo y acertado de la misma.  

            Por tanto, al hablar en esta obra del uso de la razón  me estoy refiriendo a esta segunda etapa de ejercicio y despliegue acertado de la inteligencia para resolver felizmente los problemas de la vida. Las personas humanas somos inteligentes por naturaleza pero desgraciadamente no todas usan la inteligencia de forma satisfactoria. Otras la usan mal o nunca. Este es el problema. ¿Cómo hacer comprender a la gente que hay que usar la razón? ¿Cómo enseñar a usarla correctamente? Como veremos a continuación, la respuesta a ambas preguntas encuentra grandes dificultades. Unas derivadas del desarrollo natural de nuestra propia personalidad individual, y otras del contexto cultural o educativo en el que hemos de vivir.